Usted está aquí: lunes 18 de febrero de 2008 Opinión El Holocausto no ha muerto

Hermann Bellinghausen

El Holocausto no ha muerto

Cuando un libro no existe y alguien descubre que hace falta, pues lo escribe. Implica esfuerzos titánicos para historiadores, filósofos, novelistas, teóricos de la ciencia. Y también gañanes y chapuceros como Ronald Hubbard y Adolf Hitler (a su modo titánicos). Ciertos escritores modernos dieron con un atajo ingenioso: comentar libros inexistentes que debieron o pudieron ser escritos. Siendo un género realista y riguroso, resalta que sus mejores exponentes sean autores “fantásticos”: Borges, Calvino, Lem. Con imaginarios prólogos, reseñas o biografías a la manera de Schwob, expresan cosas necesarias, ilusiones dignas de materializarse en literatura y además educativas, ejemplares. Todo mundo al escribir debería tener en mente el Quijote de Menard.

Stanislaw Lem, célebre por sus inteligentes y divertidas novelas de ciencia ficción, admitidas como literatura y hasta filosofía a pesar de su origen genérico, desarrolló el procedimiento de comentar libros falsos y reunió sus digresiones en Vacío perfecto (1971). Diez años después, en menos de cien pequeñas páginas reseñó la magna obra del hipotético Horst Aspernicus El genocidio (Der Völkermord) “en dos tomos”: “La solución final como forma de redención” y “Muerte del cuerpo extraño”. (Provocación, Editorial Funambulista, colección Literadura, Madrid, 2006).

Lem dispara “el proyectil más certero lanzado contra el horror del Holocausto” (según pareciera exagerar, pero no, su prologuista español David Torres). El tal Aspernicus emprende una monumental “antropología del mal” que conduce al núcleo de lo que fueron el nazismo y ese monstruo de la razón que se llamó “solución final”. Imposible no pensar en el Elías Canetti de Masa y poder, a quien Lem por supuesto cita en su “reseña”.

Con dureza y rigor formidables penetra en el cerebro o alma de aquellos alemanes que decidieron exterminar a los “judíos”, borrarlos del mapa desde la obstinada eficacia de vengadores-purificadores que acometieran una tarea trascendental. Lem estampa a esa gentuza en “el arribismo de los vagabundos, los hijos de suboficiales, los ayudantes de panadero y los escritorzuelos de tercera fila que deseaban el ascenso” y se refugiaron en un atroz kitch inconsciente “que los llevó muy lejos, hasta Dios”.

Sobreviviente él mismo del Holocausto, Lem describe: “Desnudas, las víctimas iban a desempeñar el papel de los acusados en un drama en el que todo estaba falsificado, desde las pruebas de su culpabilidad hasta la justicia del tribunal, todo excepto el final”. Aunque el tema no es Hitler sino su plebe oportunista, en las dos páginas que dedica al dictador, cariñoso con perros y niños, ofrece el más demoledor de los retratos. Notable por su severidad es el reclamo a Heidegger (“quien se dedica al ser humano no puede sustraer el genocidio de la problemática existencial. Si lo hiciera, anularía su obra”). Deja pálido al Heidegger de George Steiner (FCE, 1983). Si el filósofo (quien vivía cerca de un campo de exterminio y jamás lo mencionó) relegaba el tema por considerarlo contingente y menor, fue “un ciego, un embustero, un estúpido”.

Tampoco salen bien parados los buenos, como Thomas Mann y todos los fascinados/aterrados ante el nihilismo triunfante. El Aspernicus de Lem recuerda la polémica de Hannah Arendt con Saul Below y Norman Podhoretz sobre “la banalidad del mal” y concluye que “todos estaban equivocados”, pues conceden a cerebros primitivos como Eichmann o Hitler atributos que no poseían. O del genocidio como “tarea histórica” de, y sólo de los alemanes, que habrían usado la horrenda guerra europea (que provocaron) como cortina y barricada para llevar a cabo su asquerosa “misión” autoimpuesta.

El Holocausto como cuestión técnica, burocrática, eficiente: con argumentos deleznables impusieron la idea de que era moralmente justo, Dios estaba de su lado. Y si no, pues Él se lo perdía. Viene en mente la película Amén (2004) de Costa-Gavras, donde un oficial, cumplido técnico en desinfectar el agua, buen ciudadano nazi con familia linda, católico y de limpios sentimientos, descubre que sus “desinfectantes” son usados para exterminar judíos como ratas en las cámaras de gas. Se horroriza. Vemos ominosos trenes yendo y viniendo a los “campos de trabajo” como prioridad ya no ferroviaria, nacional, y al mismo tiempo vergonzante. Las víctimas ya no son gente sino cosas, “unidades” a desplazar.

Sólo al final de su reseña, la actualidad (1980) vence a Lem, cuando emprende una comparación entre el nazismo y el terrorismo “de izquierda” que entonces desvelaba a Europa occidental. Sí, Baader-Meinhoff, Brigadas Rojas o ETA condenaban de antemano y se erigían en jueces con falacias homicidas, pero más bien remiten a los terroristas de Dostoievski y Conrad, o Los justos de Camus. Sería en cambio interesante, y arriesgado, llevar la asociación hasta Bin Laden y su contraparte gemela e igualmente “justiciera”, George W. Bush. Ellos, como los nazis, son tipos vulgares que hacen como que Dios les habla.

 
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