Usted está aquí: domingo 17 de febrero de 2008 Opinión A la Mitad del Foro

A la Mitad del Foro

León García Soler

El agua envenenada

Defunciones y casos de leucemia en Jalisco

La bazofia del canal de La Compañía

Ampliar la imagen Se perdió la capacidad de asombro ante el recuento de muertos en la guerra contra el crimen organizado Se perdió la capacidad de asombro ante el recuento de muertos en la guerra contra el crimen organizado Foto: Víctor Camacho

Segundo mes del año bisiesto y ya perdimos la capacidad de asombro ante el recuento de muertos en la guerra contra el crimen organizado. Un alcalde de la zona metropolitana de Monterrey ve los bárbaros a la puerta y decide construir la versión local del muro de Bush. En la Zona Rosa envilecida por la incuria urbana y el sucio negocio de los antros de oropel y fango, estalla “un artefacto explosivo” a unos metros de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal.

Que no fue acto de una organización subversiva, anticipan las autoridades. En 2001 hubo tres atentados en sucursales bancarias. Y en 2006, uno en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, otro frente al PRI y uno más en sucursal bancaria. El estallido del viernes 15 produjo la muerte de un hombre y graves quemaduras a una mujer. La bomba hechiza se armó con un explosivo plástico (C4) mezclado con clorato, gotas de mercurio y balines. Mezcla muy inestable, dicen los expertos. Y en manos inexpertas.

Los artefactos explosivos que estallan en estos años de estabilidad y orden fiscal con hambre, desempleo, desesperanza y emigración, son furia y sonido, amago para hacerse presentes en los medios. Afortunadamente, porque en el resto del mundo estallan bombas que destruyen edificios y cobran decenas, centenares de vidas. Los muertos de nuestra guerra contra el crimen son legión; las armas utilizadas por los criminales entran a México sin traba alguna; modernas, efectivas, con capacidad de fuego que supera la de las policías y el Ejército mismo. Hace años se hablaba del narcotráfico como amenaza a la seguridad nacional. ¿Cómo decir que no se trata de “subversivos” si no reivindican el atentado las guerrillas que publican manifiestos y han atentado contra instalaciones petroleras?

Dejamos que los muertos entierren a sus muertos en los centenares de linchamientos, sin huella de averiguaciones previas, ni proceso judicial alguno; si acaso, la vergüenza de que algunos funcionarios pidan no atentar contra la religión y los “usos y costumbres”. Ya no son noticia. Los saltimbanquis se ocupan de la amenaza del calentamiento global y del catarrito que pudo atrapar el secretario de Hacienda, Agustín Carstens, en la entrevista de banqueta que ofreció en Nueva York a 15 grados bajo cero. De la recesión se ocuparía el presidente Calderón contando dinero donde lo acuñan: la inflación en México es menor que la de Estados Unidos. ¿Quién dijo miedo?

Pero antes de ocuparnos de lo previsto e imprevisto para explotar los yacimientos petrolíferos en aguas profundas, hay que atender a la amenaza de las aguas envenenadas en los ríos, arroyos, manantiales, fuentes y mantos freáticos de toda nuestra geografía. Entre discusiones territoriales y bizantinas con Marcelo Ebrard, el inefable José Luis Luege declara que amenazan al país las aguas negras. Ya descubierto el Mediterráneo, informa que este año manejará el presupuesto más alto de la corta historia de Conagua: “Tenemos la obligación de dejar para la próxima generación una (sic) calidad en las aguas”. Declaración que coincide con la angustia y las protestas de jaliscienses del municipio de El Salto, donde vivía el niño Miguel Ángel López Rocha, muerto tras 19 días en coma luego de caer al río Santiago, donde se intoxicó con arsénico.

En Jalisco, en el lago de Chapala en vías de reducirse a charco, nace el río Santiago. En los viejos libros de geografía sobresalía la cuenca Lerma-Santiago, fuente de vida y riqueza en nuestras tierras flacas de nubes fugitivas. Del Lerma trajeron agua para el Distrito Federal y dejaron a los ribereños en el abandono, sembrando de temporal al borde de una de las mayores vías fluviales del país. Y la migración rural al campo, la megalópolis y sus desechos inagotables de las aguas negras “que amenazan al país”. Con las lluvias vuelven a su vocación lacustre Chalco, Ecatepec, Nezahualcóyotl y el resto de lo desecado en el “alto valle metafísico” de Alfonso Reyes. Las aguas negras desbordan sistemáticamente el Gran Canal, el de La Compañía.

Con décadas de retraso, se entuba bajo tierra la bazofia del canal de La Compañía. La próxima generación, o la siguiente, ya no tendrá que respirar esas miasmas, empaparse en el caldo de cultivo de enfermedades infecciosas y desesperanza. Lo de Jalisco, lo de las aguas envenenadas del río Santiago, es consecuencia directa de la voracidad privada y la irresponsabilidad pública. Es inocultable la incuria estulta en el uso que la mayoría de los mexicanos damos al agua corriente: basurero para los pobres, depósito para los desechos tóxicos de los ricos y sus empresas, a ciencia y paciencia de los pobres diablos que gobiernan para los dueños del dinero.

Es necesario reconocer la dimensión de la tragedia; la responsabilidad compartida, la complicidad del silencio frente a la muerte de un niño de ocho años que pasa 19 días en estado de coma intoxicado con arsénico y muere envenenado por haber caído a las aguas de un río. Daño multisistémico provocado por intoxicación con un agente químico, coadyuvado por septicemia, según el forense. Arsénico, dijo la Secretaría de Salud de Jalisco. El gobernador, Emilio González Márquez, no tuvo tiempo, ni tiene vocación de servicio, para recibir a sus 300 paisanos que acudieron a palacio de gobierno “con cruces de madera”, cartulinas y gritos con los que pedían “ser escuchados”, el saneamiento del río Santiago; y “que nos expliquen por qué tantas defunciones y las causas de muertes y casos de leucemia”. No tienen tiempo los validos del poder eclesiástico.

Ríos en los que nadaron y pescaron sus abuelos envenenan a los niños que caen en sus aguas. B. Traven, el formidable autor de La rebelión de los colgados, nos narró la magia, la esperanza que hay en Un puente en la selva. Pontífice, hacedor de puentes, era el título más preciado de los gobernantes de la Roma antigua. Lo hicieron suyo los papas. Hace muy poco tiempo, la televisión mostró desgarradoras escenas de la agonía y muerte de una niña que tenía que cruzar un riachuelo para ir a la escuela: no había puente, apenas los restos de uno destruido y abandonado: la niña tenía que pasar descalza por ahí en busca de educación, de esperanza.

Las autoridades pudieron haber construido un puente tras la creciente que dejó en ruinas el que había. Los avecindados debieron haber hecho un puente colgante, primitivo: un par de cuerdas y unos tablones asentados sobre cables o simplemente uno sobre otro. No lo hicieron, nadie los escuchó. Una niña, como tantos otros, se descalzaba para cruzar la corriente y llegar a la escuela. La mató el agua envenenada.

Estoy consciente de lo importante que es resolver el dilema de Pemex; dejar de escudarnos en verdades a medias y mentiras insostenibles. Hay, por lo menos, el acuerdo esencial de fortalecer a Pemex y no deshacernos de una riqueza que es mucho más que un insumo. Sé que ni los tontos de novela son capaces de “vender sus rentas”. Y que, como dijo con toda claridad Cuauhtémoc Cárdenas, las empresas de capital privado han perforado pozos petroleros para Pemex desde hace 70 años, desde que Lázaro Cárdenas expropió y nacionalizó el petróleo.

Y que urge extraer el que tenemos en aguas profundas. Pero me niego a callar, a la complicidad del silencio frente a la muerte de un niño en nuestros ríos del agua envenenada.

 
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