Usted está aquí: domingo 10 de febrero de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

El tío Ángel

El doctor Ibarra fue muy claro: “La enfermedad tiene varios nombres. A ninguno puede agregársele el adjetivo de curable: el mal avanzará en silencio. ¿Alguna aclaración?” Muchas. “¿Tendrá dolores?” “Cuando se angustie, ¿podemos darle tranquilizantes?” “Debe seguir alguna dieta especial?” “¿Le ayudaría alguna rutina de ejercicios?” “Si en algún momento nos pregunta qué le está sucediendo, ¿debemos decírselo?”

Para cada pregunta el médico tuvo respuestas muy breves. “Físicamente no sufrirá. Respecto a los calmantes, sería mejor evitarlos, pero si ven que es indispensable aquí les dejo la receta. Que ingiera lo que guste: nada le hará más daño que prescindir de los alimentos. Don Ángel no está en condiciones de hacer ejercicios regulares pero sería bueno que caminara un poco. Ya no se da cuenta de lo que le está sucediendo y dudo que haga preguntas al respecto, pero si las hace tendrán que responderle según el criterio de cada uno.”

El doctor Ibarra se despidió tranquilo, seguro de que con la nitidez de sus respuestas no había traicionado su profesionalismo ni su amistad hacia la familia, que lo conoció cuando él era un jovencito dispuesto a salvar toda clase de dificultades para convertirse en médico.

El día en que obtuvo su título le hicimos una fiesta en la casa. Después, el tío Ángel nos repitió al detalle, decenas de veces, los incidentes de aquella noche y la forma en que se despidió del flamante médico: “Prometo no caer en tus manos: no lo hago porque desconfíe de ti, sino porque no quiero darte más trabajo del que tendrás”.

II

Transcurrió poco tiempo entre aquel momento y la tarde en que mi tío Ángel decidió acudir solo al consultorio del doctor Ibarra para exponerle el motivo de su preocupación: “No me lo explico: quiero decir una cosa y me sale otra. Es como si mi diccionario mental se hubiera desencuadernado y un viento muy fuerte hubiese hecho remolinos con las páginas. ¿Crees que sea algo pasajero?”

El tío Ángel regresó a la casa más sereno. El doctor Ibarra le había asegurado que su mal iba a ser curable si tomaba ácido glutámico, ingería vegetales verdes y ejercitaba su mente sometiéndola a pequeñas pruebas: cálculos matemáticos, memorización, esfuerzos por recordar lo que había hecho la semana anterior e inclusive en épocas remotas.

Para esas fechas mi tío Ángel llevaba diez años de viudo y ocho de vivir en nuestra casa. Aunque lo adorábamos, era imposible que nuestro cariño llenara el hueco dejado por mi tía Zoraida. Supongo que ella, de haber vivido, habría acompañado a su esposo en el régimen diseñado por el doctor Ibarra. Quiero imaginármelos caminando por la calle y al mismo tiempo haciendo operaciones matemáticas a partir de los números de unas placas, memorizando las cabezas de las publicaciones expuestas en los quioscos, haciendo juegos de palabras con los anuncios o con las frases que alcanzaban a oír al paso de los transeúntes.

Muchas veces, a mitad de la cena interrumpía la conversación familiar para preguntarse detalles relacionados con etapas anteriores de su vida: “¿Cómo se llamaba el hotel en donde Zoraida y yo pasamos nuestra luna de miel en Querétaro?” “¿Qué día era cuando nació mi hermano Abelardo?” “¿Por qué motivo Félix y Tiburcio dejaron de hablarse?” “¿A cuál de mis compañeros apodábamos Sapito?”.

La dicha de hallar la solución arrebolaba su piel y hacía que sus ojos destellaran. En ocasiones sus respuestas no concordaban con las preguntas y su expresión desesperada lo hacía verse como un pez fuera del agua. En aquellos momentos no faltaba quien tratara de minimizar su confusión diciéndole: “Tío: esas cosas nos suceden a todos”.

Cierto, pero hubo otra que nada más le ocurrió a él. Empezó a comunicarse con frases incoherentes –“Salí a caminar por un reloj y sólo cuando miré la banca me di cuenta de que se me había hecho tarde en el parque”–, a sustituir las palabras con huecos llenos de impaciencia –“¿Quién vio mi… mi ése, mi... ¡Por Dios! No se me queden mirando y ayúdenme”–, a nombrar las cosas con los términos equivocados: “silla” para “mesa”, “árbol” para “libro”, “salitre” en vez de “techo”, “hoja” en vez de “puerta”, “vaso” en lugar de “nube”.

El tío Ángel volvió a consultar al doctor Ibarra. En esa ocasión lo recibió en el hospital para someterlo a exámenes más complejos. Ninguno arrojó los datos necesarios para guiarlo hacia el origen de aquel desorden mental que le arrebataba a su paciente la posibilidad de vivir a plenitud y salvar sus recuerdos. Con su vasta herramienta de palabras, mi tío Ángel los transportaba al presente con toda su carga de sonidos, olores, luces, sombras, volúmenes.

El doctor Ibarra lo recomendó con un siquiatra. Mi tío Ángel se negó a visitarlo. Le parecía ridículo, y hasta poco varonil, tener que hablar con un extraño acerca de sus intimidades, sus sueños, sus temores. Con expresión rebelde, heroica, agregó que precisamente para no verse en semejantes circunstancias había prescindido de la confesión. Iba a la iglesia, sí, pero sólo a las horas en que estaba seguro de encontrarla desierta y él podría entregarse a sus reflexiones.

III

El agravamiento del mal que afectaba al tío Ángel no impidió que siguiéramos con nuestras rutinas en la escuela, el trabajo, con los amigos; él, en cambio, modificó la suya. Prescindió de sus paseos al parque, de sus visitas a la iglesia; hablaba lo menos posible para no exponerse a cometer errores y evidenciar que seguía perdiendo recursos con qué aferrarse al presente y reconstruir su pasado.

En esa etapa de su vida –la última– el tío Ángel se protegió tras un silencio que sólo perforaba el rumor de la pluma sobre el cuaderno que compró para escribir sus memorias. Confiaba en que al momento de dibujar las vocales y consonantes recobrarían el orden indispensable para nombrar personas, describir paisajes y objetos, volver a los lugares o tal vez inventarlos.

Lo único negativo de aquella terapia tan celebrada por el doctor Ibarra fue que mi tío Ángel dejó de hacernos la crónica de su tiempo y del nuestro. Pero nos conformábamos adelantando la dicha de leer algún día capítulos de una vida larga de 82 años que en parte era también la de todos nosotros.

Mientras ese momento llegaba, muchas veces le pedimos a mi tío Ángel que nos leyera algo de lo escrito por él; o si no, que nos permitiera a nosotros hacerlo. A ambas cosas se negaba con una sonrisa esplendorosa, triunfal: la mejor evidencia de que poco a poco, en su diálogo silencioso con la escritura, iba superando su enfermedad.

En una ocasión me pidió que, de regreso a la casa, le llevara otro cuaderno. Sin fijarme, le compré uno de páginas blancas. Al abrirlo mi tío se le quedó mirando extrañado y lo arrojó: “No me sirve. Necesito uno rayado”. Su exigencia no era un capricho: requería de aquellas líneas para no salirse del camino por donde iba persiguiendo a su memoria.

Cuando terminó de llenar aquel cuaderno, el sexto, mi tío renunció a la escritura. Respetamos su decisión porque supusimos que no tenía más qué decir, pero extrañábamos verlo inclinado sobre su mesa, embebido en el rumor de su pluma que avanzaba lentamente por los renglones como un tren que se aproxima a la estación.

Fue entonces cuando le sobrevino el decaimiento que nos hizo consultar al doctor Ibarra y que terminó por inmovilizarlo. Refugiado en su cuarto, mi tío Ángel se pasaba las horas releyendo lo que había escrito mientras la enfermedad, tal como lo había vaticinado el doctor Ibarra, iba cercándolo en silencio, sin dejar huellas, como un asesino profesional listo para asestar el golpe certero.

Mi tío Ángel murió una noche de abril. Nunca sabremos a qué horas pero en cambio, por la expresión de su rostro, podemos estar seguros de que no sufrió. Eso, y lo avanzado de su edad, nos ayudaron a resignarnos ante su pérdida.

Pasaron algunas semanas antes de que nos atreviéramos a leer sus cuadernos. Contra lo que esperábamos, las páginas eran enjambres de letras inconexas, frases tan incomprensibles como si las hubiera escrito en un lenguaje remoto y desconocido.

Bajo ese cúmulo de signos hay una historia que jamás podremos leer; sin embargo, conservamos religiosamente los cuadernos de mi tío Ángel. Tengo la secreta e inútil esperanza de que un día el mismo viento feroz que desordenó su memoria vuelva a soplar y ponga las letras y las palabras en su sitio.

 
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