Usted está aquí: jueves 7 de febrero de 2008 Opinión La democratización de Pemex

Carlos Montemayor

La democratización de Pemex

Por más que tratemos de evitarlo, por menos literario que procuremos hacer el análisis de nuestra vida social, el realismo mágico se filtra por las grandes fisuras de los discursos de viejos y nuevos políticos y por las cuarteaduras cada vez mayores de los desvencijados muros de nuestra economía nacional. La conversión del color negro en color blanco es sorprendente en México: tan fácil como convertir, en la gastronomía popular, un gato en liebre o, en la música popular, un gavilán en paloma.

En efecto, hay que recibir con buen humor, con cierta imaginación literaria, acaso como un homenaje involuntario a Gabriel García Márquez, los acontecimientos de nuestros días. Porque ahora, al proceso de convertir los ingresos públicos en ganancias privadas y las deudas empresariales en deuda pública varios de nuestros políticos lo quieren llamar “democratización”, cosas del realismo mágico que no hubiera imaginado nunca el viejo Aristóteles. Algunos de nuestros políticos tienen la peregrina idea o la ocurrencia exótica de que todos los mexicanos padecemos la insuficiencia cerebral necesaria para confundir al lobo con el cordero y a Dios con el diablo.

Durante una ceremonia de homenaje a los atenienses caídos en la guerra, Pericles explicó que: “… nuestro gobierno se llama democracia, porque la administración de la república no pertenece ni está en pocos sino en muchos”. En otro discurso, también registrado por Tucídides, Pericles agregó otro rasgo: “En cuanto a lo que al bien público toca, pienso que es mucho mejor para los ciudadanos que toda la república esté en buen estado, que no que a cada cual en particular le vaya bien y que toda la ciudad se pierda. Porque si la patria es destruida, el que tiene bienes en particular también queda destruido con ella como los otros. Por el contrario, si a alguno le va mal privadamente, se salva cuando la patria en común está próspera y bien afortunada.”

Aristóteles nos provee de otra aclaración importante para matizar las cosas en aquellos tiempos. En un pasaje no siempre comentado de su Política (Libro IV, 1290b) propone lo siguiente: “Debe decirse más bien que hay democracia cuando son los libres los que tienen la soberanía y oligarquía cuando la tienen los ricos; pero da la coincidencia de que los primeros constituyen la mayoría y los segundos son pocos, pues libres son muchos, pero ricos son pocos… El régimen es una democracia cuando los libres y pobres, siendo los más, ejercen la soberanía, y una oligarquía cuando la ejercen los ricos y nobles, siendo pocos.”

Esta reducción a dos formas de gobierno se antoja más práctica que los matices de la división tripartita, porque refleja dos condiciones categóricas: la movilidad social misma entre ricos y pobres en la alternancia del poder y las condiciones sociales que producen un mayor número de pobres y un menor número de ricos. Esto es, el registro de una “más amplia” o “más reducida” distribución de la riqueza. En nuestro tiempo, cuando todo quiere explicarse por medio de análisis macroeconómicos, la prosperidad de los pocos o de las elites financieras se confunde con la riqueza de la República; no es así. La pobreza extrema de millones de habitantes no puede solucionarse con la riqueza de una elite.

La costumbre de emplear a fondo el realismo mágico en el lenguaje de las políticas económicas comenzó con el ex presidente Carlos Salinas de Gortari. Recientemente, en las páginas de La Jornada, Carlos Fernández-Vega recordó que el 2 de mayo de 1990, cuando se anunció la reprivatización bancaria, Salinas la justificó diciendo que había que “democratizar el capital financiero”. Fernández-Vega apuntó que, en los hechos, “el número de accionistas, en el mejor de los casos, no pasó de un par de centenas (0.0002 por ciento de la población de entonces). Lo único que sí se democratizó fue el voluminoso costo del rescate bancario”. Uno de los resultados de esa democratización es que la banca ya no es mexicana.

Difícil creer que el “poder del pueblo” equivale a la desmedida codicia de las elites. Decir que es un proceso de democratización que el lobo se coma los bienes de los corderos es una broma de mal gusto. No digo que debamos tomar las cosas siempre con seriedad. Pero tengamos, al menos, un poco de respeto con el buen humor. Hay límites incluso para las bromas: se requiere decencia, como las “buenas familias” han argumentado siempre.

Convertir ingresos públicos en ganancias privadas de una elite no es democratizar Pemex, sino una capitulación del Estado, una cancelación de responsabilidades públicas, un retroceso nacional. ¿Qué más nos falta ver y vivir en México? Estamos, como diría García Márquez, ante la crónica o historia de un nuevo robo a la nación ya anunciado.

Suele decirse que el político es un hombre de acción y el escritor un hombre de imaginación. Sin embargo, la mayor parte de la actividad del político tiende a imaginar una peculiar reconstrucción de la realidad que justifique las actividades de represión, reorganización, competencia o justicia social que se propone un grupo en el poder en un momento dado. De tal manera que el ejercicio político no es puramente la acción, también la ficción, y muchas veces con un sentido más peligroso que el literario. Es la ficción que da origen a la “versión oficial de la realidad”.

No niego la importancia de la imaginación, por supuesto. Sí, pero ahora los políticos mexicanos abusan y creen que pueden transformarse en ilusionistas. ¿Lo permitirá el país? ¿Da México para eso y más? Qué ganas de imitar a nuestros vecinos distantes y pedir que “Dios bendiga a los Estados Unidos Mexicanos”.

 
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