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Domingo 3 de febrero de 2008 Num: 674

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La vitalidad de Tennessee Williams

Alejandro Michelena

La obra de Tennessee Williams es, en el contexto de la dramaturgia estadunidense del pasado siglo, la que sigue manteniendo una presencia más firme y constante en los escenarios de todo el mundo. Y lo más significativo: la misma está apuntalada por el unánime aplauso de públicos siempre renovados.

La vitalidad del creador de Un tranvía llamado deseo se destaca todavía más cuando comparamos su vigencia con la de dramaturgos –muy estimables y notables de una generación anterior– como Eugene O'Neill o Thornton Wilder. Mientras que los textos de éstos apenas si se asoman en muestras de escuelas de teatro o en propuestas “de cámara”, las piezas de Williams siguen desplegando su profundidad psicológica y su intensa poesía en exitosos estrenos multiplicados en los centros teatrales más importantes del mundo. Y los nombres de su propia generación casi se difuminan, mientras que el suyo está ya instalado firmemente en el lugar de lo clásico. Su permanencia es comparable, aunque más enfática y definitiva, con la de Edward Albee, el autor de ¿Quién le teme a Virginia Wolf?

Pero esto no ha sido siempre así. Hace veinticinco años, en sus años finales cargados de angustia y desolación existencial, y un poco más tarde en los tiempos posteriores a su muerte, parecía que su obra iba a entrar en un fatal cono de sombra.

OBERTURA FINAL CON EFECTO ESCÉNICO

Los últimos momentos de Tennessee Williams se parecen mucho a la secuencia de alguna de las más extravagantes de sus obras. O, más bien, a la caricatura del final de una de sus desoladas heroínas.

En los últimos años su salud era precaria. Pero además lo aquejaba una irrefrenable compulsión hipocondríaca. Gran parte de su tiempo y su dinero se iban en consultas médicas (para reales y supuestas dolencias) y recurrentes visitas al psicoanalista. También se automedicaba: consumía dosis exageradas de pastillas para dormir y otras para mantenerse lúcido. De la depresión pasaba a la exaltación, y para compensar sus impulsos tanáticos exageraba el consumo de alcohol y la promiscuidad sexual, lo que agudizó su real enfermedad cardíaca.

Esa noche estaba solo en su departamento de Nueva York. Se sentía muy mal, con la sensación de estar acabado como artista. Le parecía que sus propuestas ya no interesaban, y que los elencos y el público le estaban dando la espalda. Muy lejos estaban sus días de gloria –entre los años cuarenta y los cincuenta–, cuando su estrella llegó a brillar con rara intensidad en el cielo de una fama que parecía eterna.

El sentimiento de soledad, el sentir que todo se desmoronaba, llevó al dramaturgo a refugiarse en el alcohol y los fármacos. Y esa última noche precisamente, intentaba con impaciencia abrir un frasco de barbitúricos. El nerviosismo lo volvía más torpe. No atinaba a desenroscar el tapón. Intentó hacerlo con los dientes, y con un espasmódico esfuerzo lo logró al fin... Pero la propia violencia del impulso hizo que se atragantara con el fatídico tapón.

Nadie lo acompañaba y nadie pudo ayudarlo. Murió asfixiado.

SECUENCIAS DE UNA OBRA ADMIRABLE

El estreno de El zoo de cristal , el 26 de diciembre de 1944 por el Civic Theatre de Chicago, marcó el primer y rotundo suceso teatral de Tennessee Williams. La dirección fue de Eddie Dowling y el elenco estuvo encabezado por Lawrette Taylor. La pieza estaba destinada a reiterar el éxito en escenarios de todo el mundo. El estreno europeo fue en Italia y estuvo en manos nada menos que de Luchino Visconti, con Rina Morelli en el rol de Laura.

La historia de la frágil heroína de El zoo de cristal, que siente perturbarse de golpe su pequeño mundo hogareño –en cuyo centro se ubican los animalitos de cristal del título– por la llegada de su hermano y un amigo algo enigmático que despierta en ella esperanzas hasta entonces adormecidas, mostró las potencialidades como dramaturgo de Williams. La pieza tenía todos los elementos adecuados para una alquimia exitosa: la protagonista, personaje entrañable y patético al mismo tiempo; la vuelta al hogar, en el caso de Tom, un precoz Ulises con ansia de volver a partir; la madre, encarnando la firmeza y el hogar y el mínimo cielo protector, pero a su vez lo castrante; mientras que el huésped se asocia a la fascinación de lo ilusorio, de lo que nunca podrá ser fuera de las fantasías enfermizas de la protagonista.

La profundidad y sutileza, la precisión logradas en sus diálogos, así como el adensado clima poético, marcaron un punto de inflexión en el teatro contemporáneo. En medio de un ámbito hogareño de aparente medio tono, sin desmesuras, transcurre sin embargo una auténtica tragedia de nuestro tiempo, con la cual –haciendo los mínimos ajustes por los años ya transcurridos– millares de espectadores se siguen y seguirán sintiendo identificados.

Un año especialmente significativo para Tennessee Williams fue 1947. En el mes de abril, el Théâtre du Vieux-Colombier de Paris estrena El zoo de cristal, en la que iba a ser la consagración del dramaturgo ante la exigente crítica francesa y el sofisticado público de la ciudad que cruza el Sena. Meses después estrena Verano y humo en el Theatre 47 de Dallas, Texas. Y el 3 de diciembre se pone en escena, en el Barrymore Theatre de Nueva York su obra mayor: Un tranvía llamado deseo.

Esa puesta, memorable, tuvo dirección de Elia Kazan y el elenco lo integraron Jessica Tandy, en el papel de Blanche DuBois, el entonces muy joven Marlon Brando encarnando al temperamental Stanley Kowalski, Kim Hunter como Stella y Karl Malden como Mitch. En la versión cinematográfica de la obra, que llegará a las salas oscuras en 1951, los nombres se reiteran, salvo el de la protagonista, para la ocasión encarnada en una estrella rutilante como Vivien Leigh.

La acción tiene lugar en Nueva Orleáns, ciudad donde las encrucijadas de la historia amalgamaron como en ningún otro sitio de Estados Unidos identidades contradictorias. Y como en casi todas las obras de Williams, la cultura sureña imanta, vitaliza y subyace en la trama secreta de la acción. El drama se desencadena con la llegada de la refinada y algo decadente Blanche a casa de su hermana, generándose un amor borrascoso con su cuñado, el más elemental Kowalski.

Como lo volverá a hacer en varias de sus piezas, el autor contrapone en Un tranvía... su personaje femenino –sutil y frágil, perteneciente a los restos del naufragio de la vieja aristocracia sureña– con un hombre joven y vital, hijo de inmigrantes y en este caso de extracción proletaria. Lo que atrae a criaturas tan contrapuestas es justamente lo que las diferencia, y en ese mismo móvil que propicia el romance está también la semilla del caos y la destrucción.


Tennessee en 1965, celebrando los 20 años de El zoo de cristal

El uruguayo Jorge Abbondanza –uno de los más prestigiosos críticos de teatro de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo pasado– llegó a afirmar: “No sólo Blanche sino toda la estirpe de hembras sureñas y marchitas, jadeantes y arruinadas, ha quedado como el desdoblamiento en cadena de Williams, el producto industrial de su artificio y su lirismo, la mejor exposición de su ser interior.” Con este análisis da una clave de la estética y la propia visión del mundo del gran dramaturgo.

Esta obra magnífica forma parte de la constelación de textos escénicos que han devenido arquetipos, porque logran sintetizar de manera precisa los dramas esenciales de nuestra época. Intensidad y poesía, violencia e introspección, verdad y simulaciones, prejuicios y pulsiones inconfesables, son algunos de los ingredientes que la mano maestra del dramaturgo transmuta en creación insuperable.

Los estrenos y el fervor del público se multiplicaron en torno a Un tranvía... El 12 de octubre de 1949 se presenta en el Aldwych Theatre de Londres, con la dirección de Laurence Olivier y la actuación de Vivien Leigh (protagónico que fue preludio para su presencia –referida más arriba– en la versión fílmica). El mismo año la dirigen Ingmar Bergman en Suecia y Visconti en Italia (en este caso con Rina Morelli como Blanche, Vittorio Gassman como Kowalski y Marcello Mastroianni como Mitch).

La fecunda trayectoria de Williams, que incluye también la narrativa, tiene otros puntos culminantes. Por ejemplo: Un gato sobre el tejado de cinc caliente , obra puesta el 24 de marzo de 1955 en el Morosco de Nueva York, con dirección de Elia Kazan y actuaciones de Barbara Bel Geddes, Ben Gazzara, Burl Ives y Mildred Dunnock. O, en 1961 La noche de la iguana , estrenada el 28 de diciembre en el Royal de Nueva York, dirigida por Frank Corsaro e interpretada por Patrick O'Neill, Bette Davis y Margaret Leighton. Y también Dulce pájaro de juventud, que se vio por vez primera en el Martin Beck Theater de Nueva York, de la mano de Elia Kazan y protagonizada por Geraldine Page (en el papel de la belleza crepuscular de Alexandra del Lago) y Paul Newman (como el joven ambicioso Chance Wayne).

LARGO ROMANCE CON EL CINE

La relación de Tennessee Williams con el cine fue larga y constante. Tuvo dos aspectos complementarios: las reiteradas versiones de sus obras teatrales, de por sí todas ellas muy “filmables”, pero también la tarea como guionista. Según su propia confesión, fue mucho lo que aprendió en sus habituales incursiones cinematográficas, al punto que traspuso técnicas específicas de ese lenguaje a su teatro. Pero también, según críticos de cine como Maurice Yacowar, la adaptación de sus textos escénicos colaboró a la maduración del cine estadunidense.

Concretamente, la versión para la pantalla de Un tranvía llamado deseo fue determinante para que se modificara el rígido código de producción con el cual Hollywood venía autocensurando sus películas desde hacía décadas. Y si bien los censores lograron imponer varios cortes en el producto final, los revulsivos y potentes diálogos de Williams permitieron –mano directriz de Kazan e interpretación de Brando mediante– que se abriera una puerta para una mayor sinceridad y crudeza en materia sexual, por ejemplo.

Por otra parte, Williams se involucraba a fondo en las versiones fílmicas de sus piezas escénicas. El director John Huston cuenta en sus memorias –en relación con el rodaje de La noche de la iguana– que el dramaturgo “aparecía con bastante frecuencia para ver las tomas”. También recuerda que intervino reformulando una secuencia que tendía a empantanarse: la joven (Sue Lyon) se empecina en seducir a Shannon (Richard Burton), al tiempo que éste rechaza sistemáticamente sus avances. Williams la reescribió con el detalle de la botella de licor cayendo al piso y rompiéndose sin que el personaje se de cuenta, al punto que camina descalzo sobre los vidrios y, en su exaltación, no lo nota, al tiempo que la chica decide sacarse los zapatos y acompañarlo en ese deambular sobre los vidrios rotos... La escena resultó, a la postre, una de las más sugerentes de toda la película.