LOS DESAFÍOS DE LA NUEVA GENERACIÓN

Celso Furtado***

Hoy aquí se reúnen economistas de muchos países para intercambiar experiencias y reflexionar sobre los graves problemas que afligen al mundo en desarrollo ante el modelo neoliberal impuesto por el proceso de globalización. En un pasado no muy lejano, los encuentros como éste parecían más bien conciliábulos a los cuales tenían acceso sólo algunos iniciados. Hoy, gracias al avance de las técnicas de la información, los temas que serán aquí tratados han sido discutidos en redes virtuales como la que organiza este seminario, en coordinación con el Instituto de Economía de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ) y la Cepal. Sus miembros, profesores y universitarios disponen así de los medios más adecuados para dar continuidad y profundizar en el intercambio de ideas, y también para llevar al conocimiento de la opinión pública informaciones valiosas que, con frecuencia, los centros de poder mantienen fuera del alcance del público.

Para alimentar los debates que tendrán lugar, les pido que me permitan tratar algunas cuestiones que a primera vista parecerían específicamente brasileñas, pero, a decir verdad, son problemas comunes de la gran mayoría de los países en desarrollo.

A diferencia de lo que ocurría hace casi medio siglo, cuando ocupé la Cartera de Planeación y dirigí la elaboración del Plan Trienal, hoy disponemos de un profundo conocimiento de las estructuras económicas y sociales de nuestro país. Gracias a ese conocimiento, se hizo evidente que en Brasil no hubo una correlación entre crecimiento económico y desarrollo. Es común la afirmación de que el país sería un caso conspicuo de mal desarrollo.

Pocas regiones del mundo habían alcanzado, en los años 50 y 60, una tasa de crecimiento tan elevada, y realizado un proceso de industrialización tan intenso. La participación de la inversión en el producto interno bruto brasileño en ese periodo alcanzó niveles raras veces igualados, lo que se tradujo en un considerable esfuerzo de acumulación, particularmente en los sectores de transporte y energía. Sin embargo, en esos años y en los decenios siguientes, los salarios reales de la mayoría de la población no reflejaron el crecimiento económico. La tasa de subempleo invisible, es decir, el de las personas ganando hasta un salario mínimo como ocupación principal, se mantuvo sorprendentemente alta. Y más grave aún, la gran mayoría de la población rural poco o nada se benefició de ese crecimiento. Es verdad que en ese periodo la clase media, antes raquítica, pasó a ocupar un espacio creciente. Por otro lado, el surgimiento de una clase media en ascenso en medio de la pobreza, cuando no miseria, de prácticamente un tercio de la población, es la mayor evidencia del fracaso de la política de desarrollo adoptada.

Si los 20 años de régimen militar agravaron esta situación, cabría preguntarnos, ¿por qué ahora que la práctica de la democracia está incorporada en la sociedad brasileña aún parece tan difícil promover cambios en ese sentido?

Para tratar de dar una respuesta, no está de más recordar ciertas ideas elementales: el crecimiento económico, tal y como lo conocemos, se viene sustentando en la preservación de los privilegios de las elites que satisfacen su afán de modernización; por otra parte, el desarrollo se caracteriza por su proyecto social subyacente. El disponer de recursos para invertir está lejos de ser condición suficiente para preparar un futuro mejor para la mayoría de la población. Pero cuando el proyecto social da prioridad a la efectiva mejoría de las condiciones de vida de esa población, el crecimiento sufre una metamorfosis y se convierte en desarrollo.

Esa metamorfosis no se da espontáneamente. Ella es fruto de la realización de un proyecto, expresión de una voluntad política. Las estructuras de los países que lideran el proceso de desarrollo económico y social no fueron el resultado de una evolución automática, inerte, sino de la opción política orientada a formar una sociedad apta para asumir un papel dinámico en ese proceso.

En el caso brasileño, hay que enfrentar un problema que condiciona todo lo demás: la recesión. Es consensual la afirmación de que la crisis que enfrenta Brasil tiene causas múltiples y complejas, pero tal vez ninguna sea de tanto peso como la falta de control por parte de los sucesivos gobiernos de las palancas económico-financieras. La recesión que se abate sobre Brasil tiene su principal causa en el corte desmedido de las inversiones públicas, lo que genera efectos particularmente nefastos en las regiones más dependientes de las acciones del gobierno federal. Forzar a un país que todavía no ha atendido las necesidades mínimas de gran parte de la población a paralizar los sectores más modernos de su economía, a congelar inversiones en sectores básicos como salud y educación, a fin de cumplir con las metas de ajuste de la balanza de pagos impuestas por beneficiarios de altas tasas de interés, es algo que escapa a cualquier raciocinio.

Se comprende que esos beneficiarios defiendan sus intereses. Lo que no se entiende es que nosotros mismos no defendamos con idéntico empeño el derecho a desarrollar al país. Si continúa prevaleciendo el punto de vista de los que defienden la recesión, que colocan los intereses de nuestros acreedores por encima de cualquier otra consideración en la formulación de la política económica, tenemos que prepararnos para un periodo prolongado de retracción económica, que conducirá al desmantelamiento de buena parte de lo que se construyó en el pasado. La experiencia nos enseñó ampliamente que si no se atacan de frente los problemas fundamentales, el esfuerzo de acumulación tiende a reproducir, agravado, el mal desarrollo. En contrapartida, si conseguimos satisfacer esa condición básica que es la reconquista del derecho a tener una política de desarrollo, habrá llegado la hora de la verdad para todos nosotros.

Dos frentes serían, a mi entender, capaces de suscitar un verdadero cambio cualitativo en el desarrollo del país: la reforma agraria y una industrialización que facilite el acceso a las tecnologías de vanguardia.

El desarrollo no es sólo un proceso de acumulación y aumento de la productividad macroeconómica, sino principalmente el camino de acceso a formas sociales más aptas para estimular la creatividad humana y responder a las aspiraciones de la colectividad. Es común que se diga que la reforma agraria constituye un avance en el plano social pero que conlleva un elevado costo económico. Esa es una opinión equivocada. El verdadero objetivo de la reforma agraria es liberar a los agricultores para que se transformen en actores dinámicos en el plano económico. Las reformas agrarias que desembocaron en la colectivización de las tierras fracasaron desde el punto de vista económico, ya que las estructuras agrarias tradicionales engendran pasividad, razón por la cual subutilizan el potencial productivo del mundo rural; y a la vez la gran empresa agrícola presupone un alto nivel de capitalización y sólo presenta ventajas obvias en el plano operacional en sectores circunscritos a la actividad agrícola.

En el caso brasileño, la estructura agraria es el principal factor que causa la extrema concentración de la renta. No tanto porque la renta esté más concentrada en el sector agrícola que en el conjunto de las actividades productivas, sino porque, no habiendo en el campo prácticamente ninguna posibilidad de mejoría de las condiciones de vida, la población rural tiende a desplazarse a las zonas urbanas, incrementando la oferta de mano de obra no especializada.

Una nueva estructura agraria deberá tener como principal objetivo la posibilidad de dar elasticidad a la oferta de alimentos de consumo popular. Se trata de una precondición, pero que por sí sola no garantiza el desarrollo. Éste presupone la existencia de lo que los economistas acostumbran a llamar “motor”, o sea, un centro dinámico capaz de impulsar el conjunto del sistema. Vale decir: no existe desarrollo sin acumulación y avance técnico. Su impulso dinámico viene de la armonía interna del sistema productivo en su conjunto, lo que sólo se torna posible con la industrialización. El problema crucial es definir el tipo de industrialización capaz de generar un verdadero desarrollo.

No pretendo trazar aquí siquiera un esbozo de la política industrial para el país. Sólo me gustaría recordar un punto. La unificación del mercado nacional alcanzada en los años 30 fue exigencia de un cierto grado de industrialización. Sus efectos negativos en las áreas del tejido industrial más frágil pudieron, por algún tiempo, ser amortiguados gracias a los elevados costos de los transportes interregionales. Desde los años 50, los transportes pasaron a ser ampliamente subsidiados mediante la construcción de carreteras y una política de bajos precios de combustibles. Hoy estamos en otro nivel, y el país debería regresar a la industrialización que le dé acceso a tecnologías de punta. Pero la cuestión de fondo no debe ser olvidada: cualquier política de industrialización en Brasil tiene que tomar en cuenta la dimensión continental y las peculiaridades regionales del país.

No es por arrogancia que me atrevo a hablar a mis colegas economistas en tono de consejero. La edad no nos otorga derechos, pero la experiencia nos arma para enfrentar muchos sinsabores. Sabemos que una lucha de esa magnitud sólo tendrá éxito con la participación entusiasta de toda una generación. A nosotros, los científicos sociales, nos cabrá la responsabilidad mayor de velar para que no se repitan los errores del pasado, o mejor, para que no se vuelvan a adoptar políticas falsas de desarrollo cuyos beneficios se concentran en las manos de pocos.

 


***Economista brasileño (1920-2004). Ph.D en Economía por la Universidad de París (1948). Fue director del Banco de Desarrollo Económico y Social Brasileño (BNDES) (1958-1959) y superintendente de la agencia estatal SUDENE para fomento del desarrollo económico (1959-1964). Catedrático en la Universidad de Yale y posteriormente en las universidades de Cambridge y de París, hasta 1985, regresó a su país con el restablecimiento de la democracia, donde fue designado embajador de Brasil en la Comunidad Económica Europea, en Bruselas (1985-1986), y luego ministro de Cultura de Brasil (1986-1990). Entre sus numerosos libros, Formación Económica de Brasil (1959) y Desarrollo y subdesarrollo (1961), son considerados como obras clásicas por su contribución intelectual original para la comprensión del subdesarrollo. Más información en:< www.redcelsofurtado.edu.mx/furtado.html>