Usted está aquí: domingo 20 de enero de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Desde el zaguán

No se lamenta, no pierde la sonrisa ni le teme al mañana. Reina está cada día más segura de que siempre habrá algo que les permita sobrevivir a ella y a los seres que ama, entre los que se encuentra Ladino, su perico. Hace ocho meses, una mañana en que salió a descolgar la ropa del tendedero, lo vio parado en la barda. Sin preguntarse cómo había sido posible que volara hasta allí, lo atrapó con una toalla y lo metió a su cuarto de azotea.

Durante algún tiempo Ladino anduvo libre, bamboleándose entre los muebles, sin emitir sonidos. Reina pensó en comprarle una moneda antigua, de veinte centavos, y ponérsela tibia en la cabeza: remedio infalible para que los pericos suelten la lengua y hablen.

Reina aprendió ese método en la calle, donde ha adquirido los conocimientos que la han ayudado a resolver sus problemas: desde arreglar una fuga de gas o aliviarse de una torcedura hasta vender toda clase de mercancías. Excepto las que le regalaban, eran desperdicios recogidos en las calles.

Sus preferidas eran los frascos y las botellas. Los lavaba a conciencia, hasta dejarlos relucientes, y los ponía a secar sobre la barda en donde encontró a Ladino. Luego se iba a venderlos en los mercados. Estaba segura de encontrar payasos que hacen de frascos y botellas sus instrumentos musicales.

Cada mañana, al despertarse, Reina pensaba que en cuanto pudiera iba a comprarle una jaula al perico. Según ella, Ladino sería más libre reducido al espacio entre los barrotes que en el cuarto. Entonces podría colgarlo en la ventana para que viera el cielo mientras ella se iba a trabajar.

Para Reina ver el cielo es algo muy especial. Sigue creyendo que tras las nubes la observan sus abuelos, padres y hermanos fallecidos; que Dios la mira siempre y tiene puesto Su Dedo en el sitio en donde ella debe permanecer: el zaguán. Antes, el Todopoderoso le señalaba los caminos más seguros y los rincones donde estaban abandonados desechos que ella podría vender: un bulto de ropa, un montón de revistas, un mueble, cucharas, marcos que alguna vez cercaron retratos y cromos, una parrilla eléctrica.

Ésa no la vendió ni lo hará. Es su implemento de trabajo desde que sufrió el desmayo y fue atropellada por un automovilista que se dio a la fuga. Manos anónimas y generosas la llevaron a un hospital. A los tres días la dieron de alta. Salió con un emplasto en la frente y una receta ilegible que guardó en el seno cruzado de escapularios.

II

El accidente cambió la vida de Reina. Desde entonces tiene lo que antes no tenía: mareos esporádicos que la obligaron a renunciar a su venta callejera, una cicatriz profunda y una tablita de salvación: la parrilla eléctrica. La encontró en su camino mientras regresaba del hospital a su cuarto. Al entrar vio el desastre que Ladino había provocado con sus caquitas, sus aleteos y su apetito feroz. Se lo perdonó todo cuando el perico se puso a saltar en derredor suyo para darle la bienvenida.

Ante esa expresión de afecto Reina ató cabos: que el perico hubiera aparecido meses atrás en la barda era prueba de que Dios ya estaba enterado de que ella iba a sufrir un accidente y en la breve convalecencia necesitaría de alguien más cercano que su familia acompañándola desde las nubes.

Contra su voluntad, forzada por el dolor de cabeza y los mareos, Reina tuvo que permanecer en su cuarto dos días compartiendo con Ladino los escasos alimentos: tortillas y pan duros, sopita de fideo y café apenas tinto. Cuando todo eso se agotara quedarían en la absoluta miseria; pero conservó la calma aún frente a la evidencia del desastre.

Mientras esperaba recobrar fuerzas, Reina pensó que en la primera oportunidad iría a vender la parrilla eléctrica. Cuando se sintió recuperada, dispuesta a salir a la calle, el mareo la obligó a sentarse en el zaguán repleto de medidores, cables y contactos eléctricos inutilizados. De pronto una mujer se asomó y le dijo: “¿Dónde podré calentarle su lechita a mi niño?” Reina no dudó en poner a su disposición la parrilla.

Allí mismo la conectaron y mientras esperaban que la leche estuviera en su punto, la desconocida le dijo su nombre –Dolores–, le contó que su niño y su esposo la esperaban en el atrio de la iglesia y que venían de vez en cuando a la ciudad para ofrecer sus jaulas; se lamentó de que esta vez no hubieran encontrado un solo cliente cuando apenas tenían para el pasaje de regreso a su pueblo cerca de Acolman. Al despedirse Dolores quiso regalarle un peso a cambio del servicio.

Reina rechazó la dádiva, pero se quedó pensando hasta que llegó a nuevas conclusiones: el mareo que le había impedido salir a vender la parrilla y la aparición de aquella mujer eran pruebas de que Dios, lejos de abandonarla, estaba indicándole un nuevo método para sobrevivir mientras recuperaba la salud. Sin pensarlo más se dispuso a aventurarse por una nueva rama del comercio.

Aferrada al barandal, subió a su cuarto y eligió lo único que necesitaba para ponerse a trabajar: una mesita de pino con solo tres patas. Puesta contra la pared, ese mueble que era parte de sus hallazgos callejeros, podría soportar la parrilla.

Bajó la mesa despacio, con dificultad, y la instaló en el zaguán. Lo único que le faltaba era anunciarse. Fue a la imprenta de la esquina y le pidió a Sixto, su antiguo conocido, que le regalara una hoja de papel y escribiera en ella cinco palabras: “Se alquila parrilla por un peso”. El impresor accedió con un gesto burlón, tomando como simple ocurrencia la estrategia de éxito ideada por Reina.

III

El mediodía en que Reina se estableció en el zaguán, los pocos inquilinos que aún habitaban el edificio protestaron. Ella logró tranquilizarlos prometiéndoles que no invadiría ni un milímetro más y haciéndoles ver la ventaja de que ella estuviera allí, dispuesta a recogerles los sobres y recibos que el cartero botaba desde su motocicleta en marcha.

A partir de aquella mañana el negocio de Reina ha prosperado. Sobre la hornilla tiene una cafetera de peltre; bajo la mesa, en un mantel doblado, hay vasos desechables, un frasco de café soluble, bolsitas de manzanilla, dos cucharas de alpaca, una azucarera y servilletas de papel: todo lo necesario para cubrir las exigencias de un negocio que, contra los vaticinios generales, ha prosperado.

La vida de Ladino también cambió. Desde su jaula colgada en la pared, monta guardia y aletea furioso cuando alguien se acerca mientras su dueña se dirige a los puestos callejeros para llevarles a los comerciantes vasos de café o té que vende por tres pesos.

Son muchos los clientes que solicitan el servicio. Desde la mañana se ve a Reina ir y venir. El humo que se desprende de los vasos inciensa la calle y hace ver a Reina como la oficiante de un nuevo rito.

Hay horas muertas. Reina las dedica a mirar a las personas que pasan. Muchas parecen enfermas, la mayoría se ven muy pobres. Los que se detienen atraídos por el nuevo letrero –“Alquiler de parrilla: un peso. Café: 2 pesos. Té: 2.50”–, en cuanto reciben la bebida caliente cambian de actitud y sonríen con el gesto de quien llega a un puerto seguro.

Antes de establecerse en el zaguán Reina se preguntaba por qué Dios permitía que hubiera tantas personas enfermas, solas, miserables, andando por esa calle. Ahora comprende que si pasan por allí es para que ella y Ladino también puedan sobrevivir.

 
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