Usted está aquí: viernes 18 de enero de 2008 Opinión Violencia y estado de guerra

Editorial

Violencia y estado de guerra

Ayer al mediodía, elementos de las fuerzas armadas y policías federales, estatales y municipales se enfrentaron durante más de tres horas a una veintena de presuntos sicarios del cártel de los hermanos Arellano Félix, atrincherados en una casa de seguridad en Tijuana, Baja California. Inicialmente, la Secretaría de Seguridad Pública estatal informó que en el inmueble fueron hallados un cadáver y un arsenal, y que el saldo del enfrentamiento fue de cuatro agentes policiacos heridos e igual número de delincuentes detenidos. Más tarde, sin embargo, se informó que el número de muertos ascendía a ocho.

Este hecho se inscribe en el contexto de la alarmante ola de violencia que recorre el país y que parece obedecer a la reacción de las agrupaciones criminales ante la campaña emprendida por el gobierno federal en contra del narcotráfico: tan sólo en lo que va del año, han ocurrido un centenar de asesinatos relacionados con la delincuencia organizada, y cabe recordar que la semana en curso, particularmente violenta, comenzó con un enfrentamiento entre militares y presuntos narcotraficantes en la localidad de Río Bravo, Tamaulipas, que dejó un saldo de cuando menos 11 bajas. Tal panorama pone en evidencia que México se encuentra sumergido no sólo en un escenario de confrontaciones recurrentes entre las fuerzas del Estado y las organizaciones de delincuentes, sino en una auténtica guerra, para la cual no se vislumbra conclusión próxima ni se percibe con claridad que el gobierno federal pueda obtener la victoria, por más que así lo señale el discurso oficial.

Para colmo de males, el despliegue militar en amplias zonas del territorio nacional ha derivado en lamentables casos de violación a los derechos humanos por parte de los efectivos castrenses, con lo que queda claro que dicha medida ha acabado por colocar a la población en una pinza constituida tanto por las acciones de las organizaciones delictivas como por los abusos que cometen los elementos de las fuerzas armadas.

Nadie podría negar la necesidad de hacer frente a la delincuencia organizada, un mal que flagela y corrompe a las instituciones, vulnera la legalidad y lacera al conjunto de la sociedad; sin embargo, la evidente falta de eficacia de la campaña antinarco puesta en marcha por la administración de Felipe Calderón, que ha servido más para sembrar la zozobra y el temor en la población que para diezmar la actividad de los grupos criminales, hace necesario que el actual gobierno replantee su estrategia y comience por reconocer que ésta no debe limitarse a la persecución militar ni al empleo indiscriminado de los recursos bélicos del Estado, cuyo empeño suele provocar una resistencia aún más cruenta y feroz por parte de las organizaciones delictivas.

Es claro que la violenta resistencia de las mafias a las corporaciones de la fuerza pública no puede explicarse en ausencia de apoyos para las primeras en altos niveles gubernamentales, y que el poder de fuego que han logrado acumular los sicarios de la delincuencia organizada implica, necesariamente, la complicidad de empleados públicos de diversos ámbitos.

En esta lógica, más que ejercicios de poderío militar en gran escala, se requiere, por ejemplo, de un trabajo de inteligencia que permita atacar las ramificaciones corruptas del narcotráfico y un saneamiento profundo del sistema aduanal del país, a fin de impedir el ingreso a territorio nacional de las ingentes cantidades de armamento de alto poder que exhiben los cárteles en sus ajustes de cuentas internos y en sus confrontaciones con las fuerzas armadas y los cuerpos policiales.

De persistir en los intentos por combatir a la delincuencia organizada por medio del músculo militar y policial, se corre el riesgo de que episodios como el de ayer se generalicen y que la espiral de violencia llegue a poner en cuestión la gobernabilidad del país.

 
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