Usted está aquí: jueves 17 de enero de 2008 Opinión Del dicho al hecho

Octavio Rodríguez Araujo

Del dicho al hecho

En la edición de 2008 de Socialist Register, publicación dirigida por Leo Panitch y Colin Leys, se lee en su prefacio lo siguiente:

“Es un error ver la opción estratégica entre aspirar a manejar el aparato estatal del capitalismo existente, o ignorarlo. Ésta es una falsa dicotomía. La tarea estratégica es transformar la naturaleza del poder mediante la insurgencia popular y formas organizacionales de control desde abajo. Éste es el único camino para que el pueblo pueda gobernar y transformarse mientras transforma a la sociedad”.

¡Perfecto!, casi estaría de acuerdo, pues hasta suena lógico. La gran pregunta es cómo se promueven la insurgencia popular y las formas organizacionales de control desde abajo. Si éste, como se dice en lo citado, es el único camino para que el pueblo pueda gobernar y transformarse, se está dando por hecho no sólo un altísimo grado de conciencia política en el pueblo, sino una gran homogeneidad y aceptación del otro y de sus diferencias entre quienes lo conforman. Es decir, un pueblo ideal, pero inexistente salvo en la frágil teoría de quienes piensan, por ejemplo, que la Comuna de París fue un buen experimento que valdría la pena copiar (sin los costos en vidas, obviamente).

La heterogeneidad de la sociedad y en el ámbito de las ideologías fue un serio problema en la Primera Internacional y en la Comuna, y sigue siéndolo en la actualidad, salvo entre los movimientos por metas muy específicas con frecuencia fundadas en la oposición a algo que, desde el poder instituido, se quiere imponer. Pero estos movimientos suelen ser, además de efímeros, locales: en un municipio pequeño o en varios en una región determinada, o en un barrio dentro de un municipio, sobre todo si éste es urbano.

En la Comuna parisina de 1871 hubo muy pocos socialistas y más republicanos moderados, algunos seguidores de la tradición jacobina de la revolución y, sobre todo, proudhonianos (anarquistas franceses) y blanquistas, estos dos últimos absolutamente distintos en ideología y propósitos. El resultado, como era previsible, fue un programa sin coherencia y sus miembros electos tenían tales diferencias que en realidad eran irreconciliables entre sí. Fue un fracaso y una derrota por falta de homogeneidad de intereses e ideología, y por falta de dirección política, de un partido incluso como se entendía entonces. Y si eso fue en París (en el París de esos años con 2 millones de habitantes), peor fue en la provincia francesa donde en cada ciudad el pueblo entendía cosas distintas del movimiento de la capital, por lo que la idea de la Comuna, con todas sus debilidades o por éstas, no pudo extenderse.

Fue como si en México se tratara de extender la idea de las juntas de buen gobierno (JBG) de la zona zapatista-chiapaneca a Monterrey, Guadalajara o a otras mil ciudades propiamente urbanas y donde la lucha diaria por el sustento implica la competencia con los demás y el sálvese quien pueda. El rotundo fracaso de la otra campaña obedeció no sólo a la mala selección del momento para iniciarla, sino a un cálculo equivocado lleno de optimismo o de ingenuidad, sobre los grados de conciencia política de los mexicanos y sobre sus intereses concretos en su lucha cotidiana por sobrevivir. El más común de los denominadores que encontraron los zapatistas a partir de la Sexta Declaración, fue el ser indio en diversos puntos del país, y ni siquiera de todas las etnias y pueblos indígenas, pese a que forman, por contraste con quienes no lo son, uno de los grupos humanos más homogéneos del país o, por lo menos, con más referencias de identificación.

El otro punto es que cuando hay formas organizacionales de control terminan por imponerse los liderazgos y con éstos las jerarquías que conducen a poderes unipersonales o de grupo que, al final, no se diferencian mucho de las formas prexistentes de poder que supuestamente se combatían. Quizá por esto es que en las JBG zapatistas, según entiendo, se nombran rotativamente a quienes tienen que administrar los asuntos públicos y comunales. Pero ojo, se trata de comunidades no sólo indígenas, sino campesinas (y relativamente aisladas), no urbanas ni incrustadas (subordinadamente o no) en la dinámica del capitalismo existente, que son otra cosa y se desenvuelven de otra manera si acaso existen (como comunidades). Y, por otro lado, cuando se habla de control desde abajo se está sugiriendo una forma de democracia participativa mediante la cual quienes no poseen el poder formal tienen, sin embargo, la fuerza suficiente, por su organización y no sólo por su número, para vigilar a los de arriba y hacerlos que actúen en correspondencia con las necesidades de los de abajo. No de balde una acepción de control, en nuestro idioma es precisamente dominio, es decir mando, autoridad, poderío, gobierno, dirección, supremacía y, no menos importante, dominación.

Para ejercer control, desde abajo o desde arriba, hay que tener una cierta dosis de poder. “La clase obrera [o el pueblo, para el caso] –decía Marx– posee un elemento de triunfo: el número. Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber”; es decir, organización de los de abajo y dirección de los más capaces, para que éstos no sólo puedan tomar las decisiones más informadas e inteligentes sino para que puedan responder o se vean obligados a responder a los mandantes: el mandar obedeciendo que, por cierto, no lo inventaron los zapatistas, sino que fue una propuesta, desde 1952, de Manuel Estrada en Democracia sin partidos –libro que ahora estaría más de moda que hace 56 años (cuando fue publicado).

 
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