Usted está aquí: domingo 13 de enero de 2008 Opinión Henestrosa y el amor a la vida

Ángeles González Gamio
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Henestrosa y el amor a la vida

Hace unos días falleció Andrés Henestrosa y viví en carne propia el dicho de la coplilla: “Algo se muere en el alma/cuando un amigo se va”. Lo conocí hace 20 años, cuando estaba escribiendo la biografía de Manuel Gamio, y en los archivos encontré una cartita que le mandaba Alma Reed, invitándolo a comer a su casa, con Andrés Henestrosa.

Me citó a desayunar en el Sanborns de los Azulejos, a donde acudió cotidianamente durante más de medio siglo. Decía que había dos clases de hombres: el homo sapiens y el homo Sanborns. De inmediato me cautivó con su inteligencia deslumbrante, sentido del humor y juvenil coquetería. Años después coordiné el Consejo de la Crónica, del cual era uno de los ilustres miembros, lo que me permitió estrechar una amistad, que se volvió uno de los grandes tesoros de mi vida.

Hace un par de años, con motivo de su centenario, recordaba que hacía una década estuvimos en el Palacio del antiguo Arzobispado, festejando a “un joven que este año cumple 90”, mencionamos durante La Vela, fiesta Istmeña con que se le agazajó. Ese día anunció que ese era el festejo preparatorio para su fiesta del centenario y retó “yo voy a estar ahí, a ver quienes llegan”, y llegó, perfectamente sano, lúcido y lúdico; bien decía: “el chiste no es llegar, sino llegar así”. En su larguísima vida fue escritor, periodista, poeta, político y maestro. De inteligencia prodigiosa y memoria sorprendente, deslumbraba por su erudición, que el enorme sentido del humor, salvaba de la pedantería.

Pero quizás lo que más maravillaba de ese ser notable, era su inmenso amor a la vida, que se hacía evidente en el brillo infantil de sus ojos, que a sus 100 años no requerían anteojos para leer, siempre atentos, chispeantes, pícaros, gozosos. Varias conversaciones privilegiadas para llevar a cabo su biografía, que finalizaban con una comida en El Danubio o el Salón Luz, en las cuales don Andrés, después de dos tequilas, comía con deleite acompañado de un buen vino y tras los postres, no perdonaba el digestivo.

En las charlas biográficas mencionaba que no sufría las terribles crudas, que cuando el estaba crudo los demás estaban muertos, dicho que confirmaba su querido amigo don Fernando Benítez, quien afirmaba haber salvado la vida al no aceptarle a Henestrosa el reto de ver quién tenía más resistencia etílica.

Heredero de cinco sangres, sus lenguas maternas eran el huave y el zapoteco; con este último se comunicaba con su familia y amigos cercanos. Oriundo de Ixhuatán, pequeño pueblo oaxaqueño, vivió infancia y primera juventud en medio de la turbulencia revolucionaria. A su llegada a la ciudad de México en la década de los 20 del pasado siglo, apenas dominando el castellano, en virtud de su talento, entró al mundo del arte, la literatura y la política.

Amigo predilecto de Antonieta Rivas Mercado, en cuya casa vivió un par de años, participó en los movimientos sociales y culturales más importantes de su tiempo; fue amigo o conocido cercano, de todos los personajes relevantes de la vida cultural y política de México, de prácticamente todo el siglo XX y lo que va del presente.

Autor de ese delicioso libro de leyendas de su tierra: Los hombres que dispersó la danza, que escribió cuando contaba con 26 años y sólo cinco de “estar en el aprendizaje del español”, según sus palabras, en el que sin embargo ya muestra el perfecto dominio de la lengua, que fue madurando día tras día, en ese afán inacabado por la perfección, que mantuvo vigente hasta su muerte.

Quizás ahí radicaba parte del secreto de su permanente juventud: ese inagotable interés por aprender, conocer, escribir mejor cada día. Decía que sus escritos los consideraba “borradores”, como anuncios de otro escrito futuro, que sería mejor. Tal vez no pasan de 10 los libros que publicó, pero las cuartillas que colmó de ideas plenas de talento, sabiduría y belleza, para conferencias, discursos y cientos de artículos periodísticos, sin duda llenarían decenas de volúmenes.

Con una visión clara y una honda percepción de ser indio en este país, en donde defendía que todos hablaran español, además de su lengua indígena, “los indios son mexicanos, pero lo van a ser más cuando hablen el idioma de todos, sin detrimento de las lenguas indígenas”. Su experiencia centenaria le decía que el hombre tiene un alma y un corazón por cada lengua que habla; cada una tiene su forma de pensar, de sentir, de expresarse, porque las lenguas, afirmaba, tienen su genio propio, no son las palabras solamente, ni su gramática, es un estado del alma para hablarla, y sostenía que lograrlo es una hazaña.

Hablar de Andrés Henestrosa es hablar de parte de nuestra historia, de nuestras raíces más profundas, su sangre y su alma indígenas, sabiamente mezcladas con la savia europea, nos dan un hombre de este siglo que se inicia, que llevando nuestra compleja herencia múltiple, lo supo resolver de fructífera manera.

 
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