Usted está aquí: jueves 10 de enero de 2008 Opinión Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba
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Consejos para suicidas

Ampliar la imagen Entre los suicidios memorables de 1888, en Viena, se cuenta el de una pareja que organizó un picnic con caviar, capón y champaña afuera de un cementerio; luego, él le disparó a ella en la boca y después se hizo lo mismo, método poco elegante, aunque la ceremonia sí lo fue, tanto como el restaurante parisino Escargot Montorgeuil, uno de los pocos que sirven caviar de caracol (en la imagen) Entre los suicidios memorables de 1888, en Viena, se cuenta el de una pareja que organizó un picnic con caviar, capón y champaña afuera de un cementerio; luego, él le disparó a ella en la boca y después se hizo lo mismo, método poco elegante, aunque la ceremonia sí lo fue, tanto como el restaurante parisino Escargot Montorgeuil, uno de los pocos que sirven caviar de caracol (en la imagen) Foto: Reuters

Hace unos días, en Santiago, un tipo se lanzó al paso del Metro. El tren alcanzó a frenar y le dio un empujón que le quebró una pierna; luego lo sacaron de ahí y, con la cola entre las patas, se largó a tomarse un pisco o un ron. Es hiperbólico, pero, ¿quién no siente ganas de dar el final cut en enero, cargados como estamos de deudas, güeva y todo lo demás?, ¿quién no quiere detener el año antes de que nos ponga la revolcada de siempre, 34 veces y contando? Eso sí: a diferencia del tipo de Santiago hay que asegurarse de que: 1. Despertemos mañana en la nada o 2. La noticia de nuestra supervivencia, si nos toca leerla, no avergüence a los periódicos.

El buen Temístocles, “dice la historia”, tras hacer un sacrificio a los dioses, convidar a sus amigos y estrechar manos con ellos, bebió sangre de toro hasta la muerte. (La tal “historia” está en Plutarco; otros dicen que no era sangre de toro, sino “veneno”, pero así qué chiste. Me cae sensacional Temístocles; entre otras cosas, porque es un taimado lameculos, pero con un discurso excelente. Cuando lo presentan ante el rey de Persia –que podía matarlo en ese instante– y éste le dice que hable sobre asuntos griegos, Temístocles, nada pendejo, “contestóle, que el discurso de un Hombre es como los tapetes persas, y sus patrones, y sus figuras hermosas se muestran sólo quando se extienden estos tapetes; quando están en rollo, esurécense y piérdense; y que por esta razón, deseaba más tiempo”.) Zenón eleata, según Diógenes Laercio, tuvo la elegancia de hacerse matar: “cuando hubo dado información contra sus propios amigos, dijo que deseaba hablar en privado con el tirano, y cuando estuvo cerca de él, le mordió la nariz (o la oreja, según otro capítulo del mismo Diógenes) y no la soltó hasta que lo apuñalaron”. Otro Zenón, el cínico, dejó de respirar; también Licinio Macer, cuando lo estaban juzgando por extorsión. (Encuentras el episodio en Valerio Máximo. Dichos y hechos memorables 9, 12, 7.) Catón se enterró su propia espada bajo el pecho con cierta torpeza porque tenía la mano lastimada; sus sirvientes lo encontraron a medio destripar; llamaron al doctor, quien empezó a remeterle las entrañas y a coserlo. Cuando Catón se dio cuenta, aventó al doc, se metió mano y volvió a destriparse. Genial, pues. Porcia y Servilia ingirieron carbones ardientes; Séneca transcribe la historia de un gladiador alemán que se asfixió con el palo con esponja –“consagrado al más vil de los usos”– que había en las letrinas. (Porcierto #1: en esa carta absolutamente magistral, la LXX, Séneca también menciona a Catón; porcierto #2: en la vieja Fortean Times, donde están algunas de estas referencias, viene también la de una señora canadiense que, paralela al gladiador de Séneca, se ahogó con papel de baño.)

Quién sabe. En Viena, en ese tiempo rarísimo que arranca en el verano de 1888 y termina por ahi de febrero de 1889, hubo varios suicidios memorables. Una mujer, por ejemplo, tomó un tren a Budapest; recién ganada cierta velocidad se puso de pie, cogió un maletín y fue al baño; cuando salió estaba vestida de novia; sonrió al resto de los pasajeros y se aventó del tren. Una pareja organizó un picnic pa’ dos: capón, caviar y champaña afuera de un cementerio; luego se metieron; el güey le puso la pistola en la boca y disparó; luego se hizo lo mismo. (El método no es elegante, pero la ceremonia, con su capón, caviar y champaña, que tú puedes sustituir con poulet rôti/pollo rostizado, escamoles y un buen vinito de la Baja, sí.) Un poco después, el 3 de septiembre, marcharon 52 bandas frente al príncipe Rudolf; hasta adelante iba un oficial; de repente, se separó del desfile, trepó a un puente y se lanzó al precioso Danubio. Lo rescataron, ni modo, y se fue a su casa. (La Biblioteca de Focio habla de un señor Nireo, que para matarse se lanzó al mar; salió en las redes de unos pescadores, junto con un cofre de oro, con el que después quiso quedarse.) El propio príncipe Rudolf, quien no tenía que agregar demasiado a su muerte para que fuera espectacular, mató a su novia y se pegó un tiro el 30 de enero de 1889.

Se entiende, ¿no? He ahí algunos métodos que valen la “pena”. Y si no, al menos que la razón sea jugosa. El desengaño amoroso, el tedio y hasta las puras ganas ya son de güeva. Un millón de veces preferible suicidarse como aquel londinense que, durante la suicide-mania de 1862, se tiró no sé de dónde porque lo atormentaban “all the ghosts in the tragedy of Richard The Third”. Y ya: suerte.

 
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