Usted está aquí: martes 8 de enero de 2008 Opinión Itacate

Itacate

Cristina Barros y Marco Buenrostro
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Estancia de López

Yendo por la carretera Guadalajara-Etzatlán se ingresa a Nayarit. La primera población es La Yerbabuena y sigue Amatlán de Cañas, famoso por sus albercas de aguas termales. No extraña el nombre, pues por el camino pueden verse extensos cañaverales.

Más adelante, a unos 10 minutos sobre la misma carretera, se deja ver otro poblado: Estancia de López. Desde lejos pueden apreciarse los techos de teja y, al llegar, hay casas pintadas casi siempre en dos colores contrastantes, el de las paredes y el del rodapié. Se conserva una arquitectura tradicional, aunque el contacto con Estados Unidos, por las personas que trabajan allá, tiene cierta presencia.

La población nació al pie del monte, donde hay casas casi intocadas con sus techos altos, vigas, muros anchos de adobe y su patio trasero con frutales. Poco a poco se ha ido extendiendo hacia el sur, el oriente y el poniente.

Las ocupaciones de los habitantes de Estancia de López han sido desde principios del siglo XIX, fecha probable de su fundación, la agricultura y la ganadería. Con el trabajo de muchas generaciones se han acondicionado potreros y se adquirieron nuevos sementales.

El clima es cálido, pues se encuentra en una especie de hondonada protegida de los vientos; la presencia de agua de ríos y manantiales permite la siembra de sandía, cacahuate, pepino y jamaica. También hay cítricos: naranjos, limones y limas, cuyos frutos son frescos y sabrosos.

En los traspatios y huertos, y en las orillas de los ríos, hay plátano y papaya. El valle donde se encuentra la Estancia es extenso, de tierra rojiza; en las laderas y lomeríos se dan pitayos, ciruelos, ahuilote y bonete, además de guamúchiles.

Aquí y allá pueden verse los manchones verde azul del agave tequilero. La crisis del campo mexicano lleva a experimentar con cultivos que permitan recuperar lo invertido y lo trabajado, así que contrastan el verde amarillento de las parcelas de caña con el verde azuloso de los magueyes.

La gente de esta tierra es franca y hospitalaria. Es el caso de Martha Salazar Velasco, quien pasó aquí su infancia y no deja de regar sus raíces, regresando cuantas veces puede.

Con su madre aprendió a cocinar y conserva este conocimiento con orgullo. De sus manos salen tortillas blancas de masa repasada en el metate, capirotada dulce hecha con picones cocidos en horno de bóveda, delicada natilla de huevos frescos y leche bronca, suavemente aromatizada con canela y alcohol de caña.

En la Estancia el maíz es alimento básico. Los metates prehispánicos localizados en los contornos muestran la presencia de culturas ancestrales y la continuidad cultural. Por ejemplo, en casa de los Salazar el metate tiene –como los antiguos– un borde en tres lados. Por esa razón las manos del metate son chatas y cortas, y no largas y puntiagudas como en otros lados.

 
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