Usted está aquí: domingo 6 de enero de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Dos arbolitos

Por estas fechas siempre escasea el trabajo. A los hombres como que les entran los remordimientos o tienen más gastos y no disponen de los cien pesos que les cobramos por 15 minutos: ni uno más. Las compañeras se quejan: estar paradas tantas horas, zanconas y con este frío, es tremendo; pero ni modo, hay que chambear para ganarse la chuleta.

Las horas se hacen más llevaderas cuando platicamos, pero a veces ni de eso nos dan ganas. Cada una se queda en su pedazo de calle, pensando en sus deudas, en sus enfermedades, en los hijos que están solos, esperándolas o a lo mejor andan por ahí haciendo barbaridades. Al menos yo no tengo esta preocupación. En mi cuarto nomás está mi primo Rafael. Todos los días amanece diciéndome que ya se va otra vez a Estados Unidos, pero al volver en la noche me lo encuentro oyendo el radio: su vicio.

Rafael ya no es tan joven y entre más tiempo deje pasar menos hallará trabajo aquí o del otro lado. Es pesadito mantenerlo, pero no sólo por quitarme esa carga me gustaría que se ocupara en algo. Si Rafa tuviera qué hacer dejaría de estar pensando siempre en lo mismo: que le falló a su madre y nunca le mandó dinero. La única promesa que él le cumplió a mi tía Raquel fue volver. Lástima que lo haya hecho cuando ella no pudo saberlo porque le ganó la enfermedad. Que Dios la tenga en su santo reino.

Sus hermanos culparon a Rafael por la muerte de su madre y le salieron con que ni en sueños iban a permitirle quedarse a vivir en la casa. Él me lo dijo todo hace tres años, la noche en que me lo encontré esperándome. Sabía dónde vivo pero no de qué, o a lo mejor se hizo tonto. Me pidió que lo dejara quedarse conmigo unos días mientras pensaba qué iba a hacer con su vida.

Desde que me separé de Horacio no me gusta vivir con nadie, pero ni modo de cerrarle las puertas a Rafael y botarlo como si no fuera mi primo. Somos casi de la misma edad. Como no tuve hermanos, de chica me pasaba todo el tiempo en su casa. Rafa y yo compartimos muchas cosas, hasta fuimos juntos a la escuela.

II

Después de tiempo de no vernos, esa noche Rafael y yo nos la pasamos platicando. Hablamos mucho de mi tía Raquel: tan delgadita y tan gritona, siempre con sus dolores de espalda y sus ventosas; de cuando nos llevaba al mercado, a comprar verdura y fruta pasadas porque eran más baratas; de aquella vez que nos mandó a vender la caja de aguacates que le trajo su hermana de Veracruz. Por el servicio mi tía nos regaló cinco pesos. Para nosotros fue toda una fortuna y creo que nunca me he sentido tan rica.

Cuando murió Justiniano, el padrastro de mis primos, como Rafa era el mayor, mi tía lo sacó de estudiar y le dijo que buscara trabajo. Para mí fue terrible porque ya no tenía con quien divertirme tocando los timbres de las casas mientras íbamos a la escuela. Allí comencé a perder el interés por el estudio. Rafa no hizo ningún comentario pero me di cuenta de que le había gustado que se lo contara.

Aquella noche empezó a llover y le recordé a mi primo los meses en que trabajó de barrendero en el cine del barrio. Me dijo que fue la mejor época de su vida porque veía todas las películas, aunque desde la última fila, cerca de la puerta. Su obligación era quedarse allí por si el cine se inundaba y él tenía que sacar el agua a escobazos. Entonces –me dijo– imaginaba que era un capitán luchando para que la tormenta no destruyera su barco.

Para mí también aquella fue una época muy hermosa. Los jueves daban función triple. Mi mamá, que en paz descanse, me preparaba un itacate, como si fuéramos a salir de excursión y no nada más al cine. Rafael nos esperaba en la puerta y de una por una iba dejándonos pasar sin boleto.

No era tan fácil colarnos de gratis porque al administrador –un viejito de apellido Antúnez que tenía peluca negra– nunca se le iba una. Muchas veces tuvimos que esperar hasta que al hombre le dieran ganas de ir al baño y le pidiera a Rafa que se quedara en la puerta recibiendo los boletos.

Aunque la función estuviera empezada siempre agarrábamos el hilo de la historia. Algunas eran muy tristes, parecidas a la nuestra, y llorábamos por las desgracias de los personajes como no lo hacíamos por nosotras.

Una tarde vimos una película de un hombre alterado de la cabeza que le contaba todos sus sueños a una doctora muy bonita y gracias a eso él volvía a ser normal. Después de verla me dieron ganas de hacer estudios de medicina para ayudar a las personas a salir de sus problemas. No volví a la escuela pero las raras veces en que un hombre me cuenta sus problemas me siento hasta bonita, como la doctora de la película.

Llevaba no sé cuántos años de no pensar en eso. La presencia de Rafa me hizo retroceder en el tiempo. A él, de verme, le sucedió lo mismo porque de repente se acordó de cuando me invitaba a que nos sentáramos junto a las vías sólo para ver el paso del tren. Poco antes de que apareciera la máquina oíamos su silbato. Rafa me dijo que siempre que lo oía se acordaba de mí, con mis trenzas y las calcetas guangas.

Me sentí como avergonzada de que él me hubiera visto en aquellas fachas y, por cambiar de tema, le pregunté si todavía cantaba Dos arbolitos. No se lo hubiera dicho porque se puso a llorar. De seguro recordó que cuando él cumplió 15 años mi tía Raquel le compró un radio: un armatoste comparado con los de transistores. La primera vez que lo encendió escuchamos Dos arbolitos. No se me ha olvidado. Algunas noches, mientras espero un cliente, me la repito de memoria: “Han nacido en mi rancho dos arbolitos./ Dos arbolitos que parecen gemelos”.

Para mi tía Raquel ese radio era el mueble más importante de la casa. Le tejió una carpetita de gancho y encima le puso un florero con una rosa de papel. Cuando quitaba aquellos adornos era porque la situación económica había empeorado y se necesitaba llevar el radio al Monte de Piedad.

Mi tía le encargaba a Rafa que fuera al empeño y yo casi siempre iba con él, no sé si para darle valor o por salir a la calle. El Monte quedaba al otro lado de la estación del tren. Entonces yo era chamaca pero ya sabía que las cosas no son al antojo de uno; sin embargo de todas formas rogaba al cielo que se oyera el silbato del tren para que Rafa no siguiera pensando en que dejaría de oír el radio, al menos hasta que su mamá lograra desempeñarlo.

Ni siquiera recibir el dinero que nos prestaban era suficiente para que Rafael se alegrara. Entonces, por contentarlo, le decía que no necesitábamos de su cochino radio para divertirnos porque nos sabíamos ya muchas canciones. Para demostrárselos empezaba a cantar Dos arbolitos hasta que al fin él me hacía segunda.

III

Acabamos haciendo lo mismo hace tres años, la noche en que Rafa vino a pedirme que le permitiera quedarse unos días en mi cuarto mientras pensaba qué iba a hacer con su vida. Todavía no decide si va a quedarse en México o regresará a Estados Unidos.

Por mí que se vaya cuando quiera, pero que no sea tan lejos. La pasada está cada día más cara, más peligrosa y más difícil. Además, allá Rafa no tiene a nadie. Aquí tan siquiera cuenta conmigo. No es mucho lo que puedo brindarle pero al menos lo acompaño a cantar Dos arbolitos cuando se pone triste y recuerda los tiempos en que se creía capitán de barco y yo soñaba con ser una doctora muy bonita.

 
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