Usted está aquí: lunes 31 de diciembre de 2007 Opinión La subversión de la historia

Carlos Fazio

La subversión de la historia

El 21 de diciembre de 2006, al cumplirse nueve años de la matanza de Acteal, el historiador Héctor Aguilar Camín, Ricardo Raphael de la Madrid, la división de estudios jurídicos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y la agrupación política nacional Alternativa Ciudadana asumieron la defensa legal y mediática de varios paramilitares enjuiciados como responsables materiales del multihomicidio de 45 indígenas tzotziles de la sociedad civil Las Abejas, en el campamento de desplazados Los Naranjos, de Chenalhó, Chiapas.

Su objetivo no era restablecer el imperio de la justicia y la verdad histórica. La presentación de los hechos como una “batalla” entre “comunidades” zapatistas y antizapatistas –recogida ahora por Aguilar Camín en su ensayo “Regreso a Acteal”, publicado en Nexos, y por Raphael en sendos escritos en El Universal– viene a robustecer la versión recogida en el Libro blanco sobre Acteal, elaborado en 1998 por la Procuraduría General de la República, según la cual la matanza fue producto de añejos “conflictos inter e intracomunitarios”, con tintes “religiosos”, reactivados por la disputa de un banco de arena. Es decir, reafirma la historia oficial de que se trató de “un pleito entre indios”, azuzado por la presencia en Chenalhó de “un grupo armado” (el EZLN), que con su “justicia revolucionaria” y sus “municipios autónomos” provocó una acción en “defensa propia” de militantes del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Según el Libro blanco de la PGR, los asesinos contaron con la “complicidad” de algunos elementos de la Coordinación de Seguridad Pública y de la Procuraduría General de Justicia del estado de Chiapas.

La versión oficial y la nueva maquinación revisionista de la historia impulsada por Aguilar Camín y Raphael, tienen un rasgo común: buscan diluir el accionar de los grupos paramilitares y exonerar la responsabilidad directa del ex presidente de la República, Ernesto Zedillo, del ex gobernador de Chiapas, Julio César Ruiz Ferro, y de la cadena de mando del Ejército Mexicano, en lo que ha sido calificado como un crimen de Estado y tipificado como un delito de lesa humanidad.

Existen pruebas documentales y testimoniales que demuestran que la matanza de Acteal –igual que la de Aguas Blancas y El Charco, en Guerrero– fue una acción de guerra contrainsurgente minuciosamente planeada y ejecutada, dirigida a sembrar el terror en la población y permitir un reposicionamiento del Ejército en las zonas de influencia del EZLN.

Luego de la masacre, en tres días el alto mando castrense saturó de efectivos la región y estableció “cercos de aniquilamiento” en torno de los municipios autónomos y en áreas donde inteligencia militar presumía que se encontraba el grueso de la tropa de elite de la guerrilla (La Realidad, en la selva Lacandona; la zona de las Cañadas, Ocosingo, Altamirano y Marqués de Comillas).

En rigor, la paramilitarización del conflicto –denunciada de manera temprana en 1996, cuando irrumpieron en la geografía chiapaneca una treintena de escuadrones de la muerte, entre ellos, Paz y Justicia, Máscara Roja, Los Chinchulines y MIRA– fue impulsada por el general Mario Renán Castillo, ex comandante de la séptima región militar, graduado en guerra sicológica en Fort Bragg, Estados Unidos. Apoyado por la Fuerza de Tarea Arco Iris (grupo de elite aerotransportado similar a los Boinas Verdes), Castillo ejecutó el Plan Chiapas 94 de la Secretaría de la Defensa Nacional, que recomendaba crear “grupos de autodefensa civil”, que –al igual que en Colombia y en el Perú de Alberto Fujimori– tenían como misión principal provocar el desplazamiento forzoso de población mediante el terror. Inscrita en una lógica terrorista de Estado, la estrategia de utilizar fuerzas paramilitares para limpiar el territorio de la influencia zapatista –conocida como el ABC de la contrainsurgencia: sacarle el agua a la pecera o aislar al EZLN de sus bases de apoyo civiles–, se proponía “equilibrar” las fuerzas en contienda y convertir un fenómeno revolucionario con profundas raíces sociales, en una guerra civil limitada al espacio chiapaneco.

Con una ventaja adicional: la creación clandestina de una contra mexicana para hacerla pelear con el EZLN, servía de coartada ideal al Ejército, que de esa forma no tenía que pagar los costos políticos de encabezar directamente una guerra sucia contra los alzados. La propaganda haría el resto: el Ejército, que hasta la matanza de Acteal y como parte del conflicto aparecía como una fuerza de contención y represión, se transformaba en una instancia “neutral” e incluso “arbitral” y “reconciliadora”. En el escenario de un enfrentamiento entre “dos bandos”, el gobierno y el Ejército dejaban de ser, presuntamente, parte del conflicto, y se transformaban en la “solución” de una guerra que se daba entre grupos irregulares armados de signo opuesto. “El EZLN es el mayor grupo paramilitar de Chiapas”, dijo entonces Zedillo en Venezuela, olvidándose de la ley que había palomeado en 1995, donde reconocía a los zapatistas como “un grupo mayoritariamente indígena que se inconformó”.

A 10 años de distancia, existen en Chiapas movimientos inusuales del Ejército y signos de una reactivación paramilitar. “Quienes hemos hecho la guerra sabemos reconocer los caminos por los que se prepara y acerca. Las señales de guerra en el horizonte son claras. La guerra, como el miedo, también tiene olor”, dijo hace pocos días el subcomandante Marcos en San Cristóbal de las Casas. Es en ese escenario posible que hay que inscribir las versiones revisionistas de un grupo de intelectuales orgánicos del régimen calderonista. Con su “Regreso a Acteal”, Aguilar Camín podría estar preparando el camino, desde el campo de la propaganda oficial encubierta, para la reaparición de grupos de “autodefensa” antizapatistas y una nueva escalada represiva gubernamental contra la insurgencia en Chiapas.

 
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