Usted está aquí: domingo 30 de diciembre de 2007 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Los niños del sur

El jardín de San Lázaro era la línea divisoria entre los dos sectores del barrio. Quienes vivían en el lado norte habitaban casas de una sola planta, con pequeños jardines al frente adornados con gnomos de terracota. Los del extremo sur vivíamos en vecindades atestadas, ruidosas, llenas de perros y tendederos.

Entre esos dos mundos, cercanos y distantes al mismo tiempo, se levantaba una nueva frontera cada fin de año y al comienzo del siguiente: los niños del norte recibían obsequios de Santaclós. Los niños del sur éramos adeptos a los Reyes Magos, aunque la mayoría de las veces sustituyeran los juguetes que les habíamos pedido por cosas útiles, generalmente ropa o comida.

El placer de sentirnos abrigados o satisfechos por única vez en el año no compensaba la desilusión por no haber recibido las casas de muñecas o los trenes eléctricos. Semanas antes los habíamos visto en el aparador del almacén en donde un Santaclós, gigantesco y mofletudo, emitía sin descanso monstruosas carcajadas.

Nuestra aversión por el personaje aumentaba sólo de imaginarnos que los juguetes dispersos a su alrededor llegarían a manos de los niños del norte. Las mañanas del 25 de diciembre se paseaban por el jardín de San Lázaro exhibiendo todo aquello que para nosotros estaba vedado. Por si fuera poco, también el 6 de enero los veíamos mostrándose unos a otros los regalos que les habían dejado los Santos Reyes.

Por aquellas fechas la frontera entre los dos sectores del barrio se levantaba más alta entre los niños del norte, aislados en una infancia mágica; y los del sur, a quienes la realidad nos quitaba precisamente eso: la ilusión de la infancia. La recuperamos el año en que reapareció Máximo.

II

Los menores de 12 años conocíamos a Máximo sólo de nombre y por los relatos del accidente ferroviario que había sido causa de su deformidad y origen de su aislamiento. Para nosotros era una figura imprecisa a la que ni siquiera podíamos imaginar sin una oreja, con la cara fruncida a causa de las cicatrices y con las manos –según mi abuela– como troncos retorcidos.

Llegó de visita a nuestra casa un mes de diciembre. A pesar de todos los antecedentes, verlo nos causó una impresión estremecedora. El ala del sombrero y los guantes de lana no eran suficientes para ocultar sus deformidades. Máximo estaba consciente de ellas y al hablar mantenía la cabeza inclinada y las manos hundidas en los bolsillos de su chaquetón.

A cambio de su fealdad Máximo tenía una voz muy hermosa y una actitud afable. En su breve visita nos contó que había vuelto al barrio decidido a quedarse en el lado sur. Acababa de alquilar un cuarto junto a la estación abandonada y viviría de ejercer el único oficio posible para él: pepenador.

Esa misma tarde circuló por todo el barrio la noticia. La reaparición de Máximo agregó nuevos niveles a la frontera imaginaria que separaba a los dos sectores: en el norte, la desconfianza; en el sur, la curiosidad. Fueron inútiles las lecciones que nos impartieron los adultos: “Pónganse en el lugar de Máximo: ¿les gustaría que los vieran como a un bicho raro? Cuando pase por aquí no se le queden mirando. Contéstenle el saludo y ya”.

Era difícil mantenerse indiferentes al personaje. Lo fue aún más cuando empezaron las fiestas navideñas. Cada tarde veíamos a Máximo cruzar por nuestra calle, rumbo a la estación abandonada, empujando un carrito lleno de bolsas y cajas que habían envuelto los primeros obsequios recibidos por los niños del norte.

La recolección del pepenador fue mucho más llamativa y generosa aquel 25 de diciembre. Su carrito desbordaba celofanes y lazos; y hasta de los bolsillos de su chaquetón sobresalían papeles de colores. Los niños quedamos fascinados contemplando a aquel hombre que parecía un mago salido de un cuento.

Aunque ya estábamos familiarizados con Máximo, sentimos hacia él una nueva curiosidad: ¿qué hacía con la carga que levantaba en el sector norte? Decidimos averiguarlo. La contrariedad de no haber recibido los regalos solicitados a los Santos Reyes nos dio valor para desafiar la orden de no acercarnos a la casa de Máximo. El 6 de enero por la mañana emprendimos el viaje, para nosotros una auténtica aventura, hasta el cuarto junto a la estación abandonada.

III

Las paredes exteriores conservaban restos de pintura blanca y todo era tan sencillo como un dibujo infantil: techo de dos aguas, tres ventanas y una puerta estrecha. Allí se nos presentó el primer dilema: ¿cómo entrar? Esteban, el mayor del grupo, dijo que de la única forma posible: “Tocando”. A Rocío la asaltó una inquietud: “Y cuando nos pregunte a qué vinimos, ¿qué le contestamos?”

Aquella preocupación era más que razonable. Al contrario de otros vecinos que durante las fiestas de diciembre y hasta el 5 de enero instalaban en sus casas venta de panes, galletas y toda clase de adornos, Máximo no vendía nada.

Imposible seguir allí, indecisos, cuchicheando, sin avanzar ni retroceder. Entonces ocurrió lo que menos esperábamos: la puerta se abrió sin que hubiéramos llamado. No alcanzábamos a ver nada del interior. Eso aumentó nuestra curiosidad y nuestros temores. De pronto escuchamos la voz del pepenador: “No se queden allí. Pasen”. La invitación era más bien una orden y obedecimos. “Prendan la luz. Junto a la puerta está el apagador”, dijo Máximo mientras se calaba su sombrero.

No pudimos evitar una exclamación de asombro: los papeles colgados en las paredes, bajo la luz despedían reflejos de colores. Los celofanes encimados unos en otros formaban montículos que tenían la transparencia del cristal. En el centro del cuarto los moños dorados y plateados brillaban como antorchas.

No nos atrevimos a hablar. Creo que todos estábamos pensando en cómo era posible que, con los desperdicios arrojados por los niños del sector norte, Máximo hubiera podido construir aquella gruta mágica. Fascinados ante la visión, no le preguntamos al pepenador para qué acumulaba tantos desechos.

Ahora lo sé: para devolvernos a los niños del sector sur la ilusión de la infancia. La recobro al contar esta historia.

 
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