Usted está aquí: domingo 30 de diciembre de 2007 Opinión Aires bizantinos

Ángeles González Gamio
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Aires bizantinos

En el número 107 de la calle de Venustiano Carranza se encuentra un pequeño templo que perteneció al Colegio de Santo Domingo de Porta Coeli, fundado en 1603, a un costado de la antigua Plaza del Volador. Hace varios años hablamos de él y en los tiempos recientes era de difícil acceso, por los vendedores ambulantes que tenían invadida esa parte de la vía; pero ahora que ya se puede transitar, lo recordamos nuevamente porque ya puede ser parte de la visita en un paseo por el Centro Histórico, grata actividad para estos días de asueto.

El colegio fue otra de las obras de la orden dominica, la segunda en llegar a la Nueva España en el siglo XVI; orden de predicadores, tuvieron siempre como una de sus principales preocupaciones para la formación de los religiosos la creación de organismos colegiados, a los cuales asistieran para seguir –entre otros– los cursos de filosofía, gramática y teología. La primera construcción se hizo aprovechando unas casas que les donó doña Isabel de Luján, nieta del último gobernador de la Nueva España, antes de que llegara el primer virrey.

Al poco tiempo tuvieron la necesidad de ampliarse por la gran demanda de jóvenes que deseaban ingresar, para lo cual adquirieron unos terrenos adjuntos, en la cantidad de 12 mil 800 pesos. Ahí edificaron también un templo, que se dedicó en 1711; la fachada barroca la modificó el arquitecto Luis Anzorena en 1891, para ponerla a la moda del estilo neoclásico. El arco de ingreso es de medio punto flanqueado por pares de pilastras que sostienen un entablamento. Sobre éste, un frontón triangular roto en el centro, permite alojar la ventana del coro. Destaca un gran escudo con una cartela que reza Terribilis est locus iste. Domus Dei est, et Porta Coeli, aludiendo a un pasaje del antiguo Testamento. En este colegio estudió el insigne fray Servando Teresa de Mier, personaje destacado en las luchas liberales de la República.

Tras la aplicación de las leyes de exclaustración, sólo se salvó el templo, cuyo interior ha sido muy modificado. Se sustituyeron los altares originales y la antigua cátedra en donde los religiosos sustentaban actos y conclusiones públicas. Los muros se decoraron con escenas bíblicas a la manera bizantina, realizados en 1971, por Manuel Pérez Paredes, lo que le imprime un aire oriental, expresión de los libaneses del rumbo.

Aquí se originó la leyenda del Señor del Veneno, Cristo negro que ahora se encuentra en la Catedral Metropolitana, en donde es muy venerado. Se cuenta que en el Colegio de Porta Coeli vivía retirado un obispo que tenía un feroz enemigo; éste, sabedor de que el religioso cotidianamente acostumbraba besar los pies del crucifijo como acto de devoción, les puso subrepticiamente un poderoso veneno, pero sucedió que al acercar los labios el piadoso obispo, el Cristo comenzó a retraer las piernas y poco a poco se fue volviendo negro, se dice que como efecto de absorber la droga letal.

Otra anécdota curiosa de Porta Coeli es que cuando se fundó el colegio, se puso como condición que quedara un callejón de por medio con el vecino convento de Balvanera, que era de monjas, por aquello del “decoro social”.

Si sus muros hablaran seguro tendrían mucho que contar, pues justo enfrente, en la plaza del Mercado del Volador –que por cierto se edificó para instalar a los vendedores ambulantes– se levantó en 1649 el tablado para la celebración del auto de fe más grande y solemne que se recuerde en la historia de la Inquisición de la Nueva España. Entre los reos que fueron calcinados en la hoguera, se encontraba el célebre judío Tomas Treviño de Sobremonte, quien fiel a sus convicciones prefirió ser quemado que retractarse de su fe.

Para no perder el espíritu oriental, la visita puede culminar en el restaurante libanés Al Andalus, que está situado a unas cuadras, en Mesones 171, en donde ocupa unas preciosas casitas del siglo XVII, con sus patiecitos y soleadas terrazas. La comida es excelente: hojas de parra rellenas, shanklish, que es un queso con especias que solían traer los inmigrantes libaneses durante el largo viaje por barco. Sabrosísimos los alambres de cordero, de corazón de pollo, de higaditos o de chorizo oriental; ya sé que es pésimo para el colesterol, pero de vez en cuando un pecadillo gastronómico hace más bien que mal; para compensar, acompáñelos con un tapule, rica ensalada de trigo. Indispensable el clásico kepe que puede ser crudo, bola o charola y, si es desayuno, unos huevos en cazuela con carne o chorizo. El remate: los incomparables pastelillos árabes, acompañados por un café de la región y un perfumado arak, como digestivo.

 
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