Usted está aquí: jueves 27 de diciembre de 2007 Opinión ¿Un nuevo PRI?

Soledad Loaeza

¿Un nuevo PRI?

La elección de Germán Martínez a la presidencia del Partido Acción Nacional no fue únicamente un proceso de renovación del liderazgo partidista, sino que fue una operación de rescate del partido de manos de los foxistas que encabeza Manuel Espino. El hecho de que sólo se hubiera presentado un candidato en esta elección interna es una prueba de que este grupo era minoritario dentro de la misma organización y de que su fuerza dependía directamente del apoyo que recibía de la Presidencia de la República. La capacidad de Espino de mantenerse al frente del partido llegó a su fin el mismo día que se terminó el mandato de Vicente Fox.

Este episodio pone al descubierto la inevitable relación de dependencia que se desarrolla entre el jefe del Ejecutivo y su partido. En un régimen presidencial, como el mexicano, los destinos de ambos están vinculados; y los equilibrios entre ellos son asimétricos. Más allá de lo que quiera o desee el líder del partido, no podrá impedir que el peso de la Presidencia de la República –así fuera inercial– se le imponga; y tampoco podrá dejar de cumplir la función central que hoy le corresponde: apoyar al gobierno del presidente Calderón, y más allá de lo que éste juzgue conveniente o deseable, casi por reflejo condicionado esperará que su partido lo apoye y recurrirá a él para promover sus políticas de gobierno. Así que el fantasma que los panistas querían conjurar, volverse un nuevo PRI, un mero instrumento de la voluntad de Los Pinos, ha vuelto a levantarse como hace siete años, pero ahora con mucho más fuerza y por muchas razones, entre ellas porque a diferencia de Vicente Fox, Felipe Calderón cuenta con el respaldo de la dirigencia y de la base del partido, de la estructura toda de la organización. Calderón es uno de los suyos, Fox nunca lo fue realmente.

En la renovación de la presidencia del partido en 2005, los “doctrinarios” –o el viejo PAN que hoy encarna el calderonismo– poco o nada pudieron hacer para resistir la influencia que Marta Sahagún y Vicente Fox ejercían mediante la corriente partidista que desde entonces había sido públicamente identificada con la extrema derecha y con la organización semisecreta llamada El Yunque. La derrota fue muy amarga para quienes apoyaban la candidatura de Carlos Medina Plascencia, con la esperanza de recuperar dentro del partido y en el gobierno espacios que habían sido ocupados por un grupo misceláneo de amigos o conocidos de los Fox que poco o nada tenían que ver con la identidad del PAN. Los entonces vencidos creyeron que el partido había caído en una pendiente de oportunismo que podía costarles la permanencia en el poder, e incluso, la continuidad del partido como lo conocían hasta entonces. Sin embargo, se disciplinaron y aceptaron los resultados de la elección aunque con mucho crujir de huesos y rechinar de dientes. Ahora están de regreso con el propósito de sacudirse a los radicales y a los acomodaticios, para llevar al PAN realmente al poder, aunque antes de que esto ocurra será preciso asegurarse de que Espino y los suyos han aceptado la derrota y están dispuestos, como antes sus adversarios, a someterse a la autoridad del Presidente de la República.

El objetivo de gobernar desde el partido político que ganó las elecciones puede parecer muy razonable, pero en un régimen presidencial acarrea dilemas difíciles de resolver, pero de grandes consecuencias potenciales porque involucran tanto los equilibrios generales del sistema político como los del propio partido. Las diferencias que distinguen las funciones presidenciales de las partidistas están en el origen de algunos de temas que parecen irresolubles, por ejemplo, mientras que el Presidente de la República representa una reconciliación de voluntades, el partido sigue representando a una parte de la sociedad. De suerte que un Presidente que gobierna sólo con su partido corre el peligro de concentrarse en un sector de la sociedad –aunque las apariencias le hagan creer que gobierna para todos–; en cambio, cuando el Presidente quiere gobernar para muchos más que los miembros y simpatizantes de su partido, tiene que diluir los intereses y las preferencias de sus correligionarios en la complejidad de un mundo político mucho más amplio y diverso. Cuando así gobierne recibirá los reproches de los fieles de su partido que se sentirán traicionados, cuando no huérfanos. Los panistas repudian la posibilidad de convertirse en lo que fue el PRI: una agencia electoral del gobierno, y nada más; en cambio proponen que el PAN ejerza sobre el gobierno un control consciente e irrestricto; pero pierden de vista que con esta pretensión están comprometiendo la capacidad de gobierno del Presidente.

El riesgo mayor que corre un gobierno de partido es que proyecte sobre la sociedad la preferencia ideológica que él mismo representa, y que induzca una partidización mucho más amplia y profunda que la que se produce naturalmente en tiempos electorales. En esas condiciones, a menos de que el PAN acepte ser como el PRI, el partido del Presidente, puede convertirse en uno de los mayores obstáculos para el gobierno del Presidente.

 
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