Usted está aquí: jueves 20 de diciembre de 2007 Opinión Bicentenarios: Patrick Deville

Margo Glantz

Bicentenarios: Patrick Deville

En uno de sus escritos póstumos, W.G. (Max) Sebald escribió:

“¿Qué sabemos nosotros con anticipación del curso de la historia, que se desarrolla con arreglo a alguna ley no descifrable por lógica alguna, se desplaza y cambia de dirección por minucias imponderables, por una corriente de aire apenas perceptible, por una hoja que cae al suelo, por una mirada intercambiada a través de una multitud? Ni siquiera de manera retrospectiva podemos saber qué ocurrió realmente y cómo ocurrió ese acontecimiento mundial. La investigación más exacta del pasado apenas se acerca más a la inimaginable verdad.”

Quizá este párrafo explique la mirada que sobre la historia lanza Patrick Deville, novelista francés, director de la Casa de Escritores y Traductores de Saint Nazaire, Francia, invitado por la Feria de Guadalajara a presentar su obra, Pura vida, vida y muerte de William Walker, cuyo núcleo sería las andanzas del filibustero estadunidense, quien pretendió independizar Baja California y Sonora para agregar dos estrellas a la bandera de Estados Unidos, allá por los años de 1850 y que, al fracasar, se dirigió a Nicaragua con el intento de fundar un estado esclavista más, conectado con el sur de Estados Unidos, un poco antes de la Guerra de Secesión, y construir allí el canal que luego se concretaría en Panamá y bautizaría a esa región como la de las repúblicas bananeras.

No se trata en absoluto de una novela histórica tradicional. Viajero incansable como el mismo Sebald, pero extendiendo sus viajes a gran parte del mundo actual y especialmente a lo que se conoce como Tercer Mundo (África, Asia, América Latina), Deville deambula de ciudad en ciudad, de aeropuerto en aeropuerto, de hoteles a bares, entrevistando a las figuras más destacadas de la zona para reconstruir la biografía de Walker y a la vez la de Centroamérica, tomando como punto de partida la Revolución Francesa y su influencia en la insurrección de los países de América Latina contra el imperio español, hacia el año de 1810, del cual pronto celebraremos el bicentenario.

La novela está concebida como una estructura binaria cuyos ejes son también dobles, el primero es geográfico e histórico: primero la visita del narrador a Nicaragua después del triunfo de Arnoldo Alemán, el presidente corrupto y ladrón que dejó a su país en la mayor miseria –y esto puede suceder aun en países cuyos habitantes han vivido siempre en la más extrema pobreza– y de la caída estrepitosa de la revolución sandinista. Y luego su estancia en Tegucigalpa, Honduras, donde en 1860 fue fusilado William Walker.

El segundo eje es literario y su modelo, el de las Vidas paralelas, de Plutarco. El tercer eje es narrativo propiamente: el paso del protagonista por Managua y por Tegucigalpa en 1997, ciudades en las que reside un solo día. El resto se maneja de manera retrospectiva y sigue el ritmo de la asociaciones del narrador que se conectan con la historia, como ya dije, los dos siglos transcurridos entre la Revolución Francesa, la Independencia de las naciones latinoamericanas, iniciada casi simultáneamente en varios países, y luego los acontecimientos de los que esa región fue teatro. Muchas veces el autor retrocede hasta el momento mismo en que los conquistadores españoles se apoderaron de esa territorio llamado en el siglo XVI la Tierra Firme; destaca el sanguinario Pedrarias Dávila.

Sucesos cotidianos, amores pasajeros, personajes simbólicos –Lord Byron, Sandino, el Che Guevara, Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal– utopías revolucionarias: Morazán y su intento por unificar a Centroamérica o Simón Bolívar y su deseo de crear una América latina unida, pero cuyas amargas consecuencia serían, según sus propias palabras: “Hacer una revolución significa labrar en el mar”.

También aparecen las estatuas de los libertadores, a caballo, y, dato curioso: la posición de sus patas determina el tipo de muerte que esos héroes sufrieron y el fracaso o el éxito de sus tentativas.

Aquí se habla también de la memoria y del olvido y, Víctor, un personaje amnésico, en cierta forma alter ego del protagonista, es sobre todo la representación alegórica de la desmemoria histórica y del fracaso de muchas de las utopías que han actuado como fondo de esos movimientos históricos.

Cito para terminar una frase de Patrick Deville: “(...) ¿hasta qué punto podría yo admirar a esos hombres que continuaban creyendo que las frases impresas podían aún pesar sobre la historia del mundo?”

 
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