Usted está aquí: jueves 20 de diciembre de 2007 Opinión Deterioro institucional

Adolfo Sánchez Rebolledo

Deterioro institucional

Dos de las instituciones axiales del Estado –la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el Instituto Federal Electoral– han sufrido en estos días terribles golpes a su credibilidad. Si en el tema del gobernador Marín y la periodista Cacho la sociedad ha expresado el hartazgo de buena parte de la crítica con esa visión del “estado de derecho” puramente formalista y a la vez descuidada, aunque al fin justificante y favorecedora del “más fuerte”, en cambio, en el asunto del nombramiento del órgano directivo electoral se ha echado de menos el rigor de la ley, la precisión formal, y lo que aún es más grave: la falta de la visión de Estado que en teoría debía coronar la reforma trascendental emprendida por el Congreso. En resumen, damos un paso adelante y dos atrás: hay malestar, irritación.

Prevalece una sensación de engaño que auspicia y multiplica la desconfianza ciudadana en la capacidad de reforma de aquellas instituciones que deberían mantenerla y reproducirla. Por desgracia, algunos de los actores principales siguen creyendo que así es la “normalidad democrática”, un juego caprichoso de intereses dominados por grupos de interés, donde la racionalidad es un lujo innecesario, sometible siempre al principio de mayoría. Por eso no es improbable que en el caso del IFE se redite una salida semejante a la de 2003, pero ahora marcada por el descrédito y la polarización política.

Por lo pronto, Mauricio Merino ha reiterado públicamente que estamos ante un acto inconstitucional que afecta tanto al procedimiento para elegir al nuevo Consejo General, como al conjunto de las decisiones que dicho instituto adopte en esta situación y ha exigido respuestas claras a los legisladores. Pero éstas no se han dado.

El nombramiento de los consejeros, para hablar de la cuestión caliente, probó ser el eslabón más débil de la reforma electoral, la llave de todas las disputas no resueltas en el seno de la clase política y, más allá, pues en buena medida la salud electoral del país depende de lo que ahora hagan o dejen de hacer los diputados para salir avantes en esta difícil tesitura.

No deja de ser paradójico que los partidos mayoritarios con representación parlamentaria puedan asumir posturas comunes para modificar la ley y en cambio no sean capaces de ponerse de acuerdo para elegir a un grupo plural de personas honorables y capacitadas, sin convertir el acto en un destazadero o en un circo. Los árboles les impiden ver el bosque y sacrifican lo más por lo menos. O les importa poco la letra de la ley por ellos aprobada y son oportunistas ambiciosos o no han entendido la naturaleza de la crisis de fondo que, entre otras medidas, la propia reforma debía comenzar a afrontar.

En lugar de buscar gente honrada, con capacidades y experiencia reconocidas, se dieron a la tarea (de labios afuera) de hallar consejeros “neutrales”, “apolíticos” y, si se apura el trámite, más que “apartidistas” desvinculados de la realidad nacional.

Pero esa pretensión, además de superficial y equívoca y, por lo mismo inaplicable, sirvió como mera pantalla para hacernos creer que, en efecto, se trataba de dar con los “mejores” cuando en realidad se pensaba en los más afines, convirtiendo así la decisión en un acto de parcialidad insostenible. Craso error. De pronto, se les olvidó que la causa de todo este embrollo legal y político era –y es– la restauración de la confianza perdida en la institución electoral, asunto clave que la pequeña negociación prefiere no colocar sobre el tapete, pues eso implica concesiones y romper la magia del aquí no ha pasado nada.

En lugar de concebir la renovación del Consejo General como un paso en la dirección de avanzar hacia una institucionalidad más eficaz, representativa y no sujeta a la carga del pasado inmediato, se aceptó el recambio escalonado de los consejeros, es decir, una fórmula de compromiso que a la postre fue una transacción muy torpe, pues si en hay algo que parezca acuerdo es en la necesidad de que los actuales consejeros se vayan motu proprio, con lo cual, en efecto, le harían una buen servicio a la República.

Pero eso implica que sus actuales valedores y padrinos, entre ellos algunos funcionarios blanquiazules, desistan de meter la mano en el Consejo actual mientras se llenan la boca con el lexicón al estilo rational choice que los ilumina. Por lo menos la discusión sobre las personas sería más transparente, menos hipócrita y desgastante de lo que es hoy.

La decisión de suspender los nombramientos hasta febrero ha sido justificada por quienes la tomaron como la única salida ante el vencimiento del plazo fijado por la Constitución, amparándose, según esto, en cierto artículo transitorio. Puede ser que ya no hubiera otra opción realista. Sin embargo, aparte de las obviedades y la aceptación de los “costos” políticos de la medida, no se nos ha dado una explicación satisfactoria de cómo y por qué los legisladores llegaron a este punto.

En lugar de propiciar un debate a profundidad sobre el organismo electoral que se requiere para esta etapa de la vida pública de México y discutir con respeto sobre los posibles, los señores legisladores parecieron dar la razón a quienes lo ven como un simple botín burocrático y no como pieza básica para el cambio que se requiere.

Sencillamente no se pudo, dicen, pero ninguno ha dicho cómo se piensa reponer el procedimiento y restaurar las garantías de los aspirantes, tan estúpidamente manipuladas en la pasarela organizada para darlos a conocer. Feliz año 2008.

 
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