Usted está aquí: domingo 16 de diciembre de 2007 Opinión Las admirables candelas de los indios

Ricardo Robles O.

Las admirables candelas de los indios

Doce años han pasado ya desde los diálogos de San Andrés. Por aquel entonces conocí y pude valorar la calidad humana de las y los comandantes Trini, Hortensia, Zebedeo, David, Tacho, Guillermo, Gustavo... del subcomandante Marcos y tantos otros más. Me impactaron por su determinación, su apertura, su cordialidad, su lucha, su empeño en hablar de acuerdos nacionales cuando la gobernación quería reducir el diálogo a lo estatal o local.

El contraste entre ellos y la contraparte gubernamental, tan mezquina y arrogante, los destacaba como candelas en la noche cerrada de aquellos días.

Casi dos años antes me había sorprendido lo que leía de su discurso de médula tan indígena, así como sus propuestas de futuro no sólo para los pueblos indios, sino para el mundo. Me habían rescatado del cerco que cerraba sobre todos aquel estrecho y cínico pragmatismo económico neoliberal.

Desde el Congreso Nacional Indígena, los seguí encontrando eventualmente, y al mismo tiempo fui descubriendo con admiración la amplitud y la pluralidad de las luchas indígenas que ya existían e iban creciendo en el país. Desde ahí me tocó vivir sucesos dolorosos y aberrantes, como Aguas Blancas, Unión Progreso, Acteal o Viejo Velasco Suárez, racismos, desdenes y traiciones de los tres poderes de la Unión, asesinatos, represiones y prisiones de compañeros ecologistas y luchadores sociales o de derechos humanos, hostigamientos a radios y policías comunitarias, masacres inhumanas en Atenco y Oaxaca y tantos crímenes más, perpetrados en el último decenio. De un modo o de otro los pueblos indios padecían todo eso.

Durante la otra campaña, en este año, volví a encontrar a los zapatistas en el desierto de Sonora en un par de ocasiones y en la Tarahumara dos veces más.

Reconocerlos, tan los mismos, pese a los años y al horror vivido, fue recobrarlos como amigos, sí, aquellas candelas encendidas en la oscuridad de los tiempos. Un día de esos, después de la despedida, los vi alejarse y me quedé pensando. Qué andaban haciendo en el norte desierto del país. Porque su andar era cansado y a veces también enfermo, iban encontrando compañeros de esperanzas y también falsos hermanos, caminaban desentrañando costumbres y culturas con las dificultades del caso, pausaban su andar durmiendo y comiendo donde tocara... Qué andaban, pues, haciendo como desterrados errantes. Sí, traían su mensaje para ofrecerlo, su diagnóstico del país, sus rumbos de esperanza, su convocatoria para caminar juntos las luchas de todos, solidariamente.

Pero quedaba la pregunta misma. Qué los movía desde la entraña para dejar su tierra, sus gentes, sus costumbres, sus querencias, su lucha misma, para llegar a otros, no siempre hermanos.

Al ponerme esa pregunta, como por necesidad, ya tenía la respuesta aunque informulable; la respuesta fue mi asombro. Admirables me parecieron esos amigos que se marchaban hacia otro nuevo horizonte incógnito, dedicando la vida a los demás, a todos los que recibieran su esperanza. Es obvio que ellos mismos han tenido errores, limitaciones, defectos... ¿quién no? Pero igualmente resulta obvio que, más allá de esos límites suyos, se entregan a proclamar sus sueños de democracias y justicias y libertades verdaderas para todos. Y eso es admirable.

Rescaté así mi libertad para asombrarme, para azorarme, para admirar. Y esa admiración se extendió a muchos otros más.

El zapatismo éste, de hoy, no es la única candela que nos queda encendida. Aunque los gobiernos, y tras ellos los poderes de facto, pretenden cubrir sus crímenes con el silencio, la oscuridad y el olvido, los muertos siguen su trabajo, cuidan sus luchas para que no mueran con ellos. Y sus protestas, sus propuestas, sus utopías, sus consignas, andan vivas en verdad. Por más que se les niegue, siguen vivas las llamas de Acteal, por ejemplo.

El horror de Acteal va más allá de la guerra sucia en curso. Se ha convertido en símbolo de todos los horrores. Mártires se les llama, con razón y en verdad.

Su pacifismo, su digna pobreza, su indefensión, los convirtieron en la menos peligrosa de las víctimas para el más cobarde de los crímenes. Son ya, de por sí, símbolo de las luchas indias. Quizá por eso se le quiere negar con toda hipocresía, mentir, inventar cualquier cosa para que Acteal no perdure. Las Abejas, con su sola existencia, desnudan las vergüenzas del poder.

Sin duda alguna, y más allá de sus limitaciones humanas, son admirables, ejemplares, candelas en esta noche que cierra más cada día. Necesitaremos de estas luces ahora que la noche cerrada presagia horrores similares una vez más.

 
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