Usted está aquí: sábado 8 de diciembre de 2007 Cultura Callado y quieto, reposaba

La crónica del funeral

Callado y quieto, reposaba

Ampliar la imagen Transida de dolor, Ruth Rivera se inclina sobre el cuerpo yerto de su padre para depositar sobre su rostro sin vida el postrer beso que a la vez fue el último homenaje que ella rindió al que fuera un artista indiscutible en el mundo entero y ganara para México galardones inigualables. Instantes después del lamentable fallecimiento, la residencia de Diego Rivera fue visitada por los incontables amigos y admiradores de su obra, colocada en los límites de lo genial. Ruth y Lupe no se separaron un solo instante de la capilla ardiente, y acompañaron al que fuera su padre hasta su última morada en la Rotonda de Hombres Ilustres. (Reproducción textual de los pies de foto originales) Transida de dolor, Ruth Rivera se inclina sobre el cuerpo yerto de su padre para depositar sobre su rostro sin vida el postrer beso que a la vez fue el último homenaje que ella rindió al que fuera un artista indiscutible en el mundo entero y ganara para México galardones inigualables. Instantes después del lamentable fallecimiento, la residencia de Diego Rivera fue visitada por los incontables amigos y admiradores de su obra, colocada en los límites de lo genial. Ruth y Lupe no se separaron un solo instante de la capilla ardiente, y acompañaron al que fuera su padre hasta su última morada en la Rotonda de Hombres Ilustres. (Reproducción textual de los pies de foto originales)

Ampliar la imagen La caja mortuoria abierta deja que la faz de muerte se muestre. Familiares y amigos del desaparecido, respetuosamente, observan. Infinitas muestras de condolencia recibieron los familiares de Diego Rivera, aquel fatal día. Un ángulo del estudio de Diego Rivera, en su casa de Coyoacán. Al presentir su muerte, el pintor deseó que lo trasladaran a su estudio y ahí rendirse ante lo inevitable y lo fatal. Este rincón era uno de sus preferidos. Ayudado por Antonio Rodríguez, colaborador nuestro, y la Sra. Emma Hurtado de Rivera, el escultor Ignacio Asúnsolo procede a enyesar la diestra del ilustre pintor para conservar de ella una huella eterna. Lentamente el yeso fue fraguando y adquiriendo forma: la forma de una mano que manejó los pinceles para lograr obras que pasarán a la posteridad como representativas de una época; de una nación, México; y de un valor genial, Diego Rivera La caja mortuoria abierta deja que la faz de muerte se muestre. Familiares y amigos del desaparecido, respetuosamente, observan. Infinitas muestras de condolencia recibieron los familiares de Diego Rivera, aquel fatal día. Un ángulo del estudio de Diego Rivera, en su casa de Coyoacán. Al presentir su muerte, el pintor deseó que lo trasladaran a su estudio y ahí rendirse ante lo inevitable y lo fatal. Este rincón era uno de sus preferidos. Ayudado por Antonio Rodríguez, colaborador nuestro, y la Sra. Emma Hurtado de Rivera, el escultor Ignacio Asúnsolo procede a enyesar la diestra del ilustre pintor para conservar de ella una huella eterna. Lentamente el yeso fue fraguando y adquiriendo forma: la forma de una mano que manejó los pinceles para lograr obras que pasarán a la posteridad como representativas de una época; de una nación, México; y de un valor genial, Diego Rivera

Ampliar la imagen Naturalmente que Diego Rivera recibió el máximo homenaje que su arte merecía: la capilla ardiente fue instalada en el Palacio de las Bellas Artes, hasta donde acudieron millares de gentes para rendirle el póstumo honor. Ni un solo momento dejó de estar presente una muchedumbre en Bellas Artes. Las guardias luctuosas se repitieron sin fin. Y en ellas formaron desde el representante presidencial, del Gral. Lázaro Cárdenas, David Alfaro Siqueiros, hasta el más humilde hombre y mujer del pueblo. Diego Rivera fue capaz de entregar su arte a todos. Su visión pictórica tuvo alcances humanos de inigualable valor Naturalmente que Diego Rivera recibió el máximo homenaje que su arte merecía: la capilla ardiente fue instalada en el Palacio de las Bellas Artes, hasta donde acudieron millares de gentes para rendirle el póstumo honor. Ni un solo momento dejó de estar presente una muchedumbre en Bellas Artes. Las guardias luctuosas se repitieron sin fin. Y en ellas formaron desde el representante presidencial, del Gral. Lázaro Cárdenas, David Alfaro Siqueiros, hasta el más humilde hombre y mujer del pueblo. Diego Rivera fue capaz de entregar su arte a todos. Su visión pictórica tuvo alcances humanos de inigualable valor

Ampliar la imagen Cuando David Alfaro Siqueiros en su discurso –más que oración fúnebre– habló de Diego Rivera como líder comunista, Lupe Rivera, fuera de sí, trató de avalanzarse sobre Siqueiros, reclamándole su proceder. David Alfaro Siqueiros se conformó con decir que se portaba como lo hubiera hecho el propio Diego Rivera, en su caso Cuando David Alfaro Siqueiros en su discurso –más que oración fúnebre– habló de Diego Rivera como líder comunista, Lupe Rivera, fuera de sí, trató de avalanzarse sobre Siqueiros, reclamándole su proceder. David Alfaro Siqueiros se conformó con decir que se portaba como lo hubiera hecho el propio Diego Rivera, en su caso

A continuación se reproduce la crónica sobre el fallecimiento del muralista que realizó el periodista y crítico de arte Antonio Rodríguez, la cual fue publicada en la revista Impacto, dirigida por Regino Hérnandez Llergo, en 1957

Estábamos solos, casi solos, por última vez, en el estudio de San Ángel Inn.

Cansadas de aquella coacción al silencio que su ahora muda presencia imponía, muchas de las personas que allí estaban se habían retirado a respirar, afuera, el aire frío de la noche.

En el estudio habíamos quedado solos; una anciana, muy parecida a él, un joven que siempre tuvo los ojos fijos en el suelo, y conmigo y con la compañera amada, el silencio que se perdía hasta más allá de todos los límites.

Pude, entonces, observarlo como nunca lo había podido hacer hasta ese momento, sin que nada interrumpiera el curso simultáneo de la observación y del pensamiento.

Diego Rivera, a quien nunca había visto callado y quieto, reposaba, como dormido, en una cama improvisada a la mitad del estudio.

Todo era silencio y sólo de muy lejos llegaba hasta mis oídos el cuchicheo de los doctores Cabrera y Montaño, que hasta los últimos instantes estuvieran a la cabecera del enfermo.

Las lámparas, dirigidas hacia los amplios ventanales, por donde antes salían los cuadros de grandes dimensiones, daban al aposento una luz mortecina, propicia al sereno drama que en silencio allí se desarrollaba.

En frente de nosotros, alrededor, por encima de nuestras cabezas, en las paredes y colgando del techo, gigantescos judas, como figuras de pesadilla, parecían súbitamente inmovilizados en la frase de su último discurso.

Unos, los demás, lloraban: otros, parecían meditar, y había en todos un algo de tristeza, como si sintiesen la falta de su propio aliento.

A mi lado, pero hacia atrás, pues recuerdo que tenía que dar media vuelta para verlo, colgaba, no sé de dónde, un lienzo blanco, lívido y a la vez luminoso, de cuyo fondo asomaba una cabeza de niña que nació para la eternidad antes mismo de haber alcanzado la plenitud de su formación. En la penumbra, aquel lienzo blanco y luminoso, con la cabeza de la niña de tan penetrante mirada, era una verónica velando.

Uniéndose a los judas, que parecían criaturas de sueño febril: éste con su cara roja monstruosa, aquél, descarnado, con sus costillas de carrizo a la vista, el otro con una mueca de muerte; se alineaba sobre los estantes, y por el suelo, multitud de figurillas de barro, o de piedra, sacados de las tumbas seculares.

Fantasmas de otate y papel de China; ídolos que sirvieron de guías a la eternidad; ingredientes de sueños: calaveras de azúcar; muertes de papel, todo contribuía a dar al estudio en esa noche del 25 de noviembre, un aspecto de cosa ultra terrena.

En medio de este escenario un tanto goyesco, casi subrerreal, y capaz de excitar a cualquier mente común, sólo Diego, el de las grandes tormentas, incitaba a la meditación serena.

Nunca a lo largo de tantos años de amistad con él lo había visto yo tan sereno, tan reposado y tan humano. Sobre todo eso, tan humano.

La sátira, que afloraba con tanta frecuencia a sus labios; el sarcasmo con que despedazó a tanta manifestación ridícula de los hombres; la ironía por medio de la cual puso a tantas gentes en su verdadero sitio; todo había desaparecido en él para dejar sólo, como en las aguas que se aquietan, esa esencia profunda que él muchas veces pareció interesado en esconder.

Lo que de su figura a tantas gentes parecía, digamos, grotesco; su físico casi monstruoso, de escultura popular torpe; su risa de niño y de diablo juguetón; y sus ojos de batracio, enrojecidos por la conjuntivitis y el esfuerzo constante de mirar; todo había desaparecido para dar el sitio a una verdad nueva, tal vez vieja, pero que muy pocos habían advertido.

El Diego burlón, a veces cruel, temible en la polémica, que dedicó la mitad de su tiempo a exaltar, y la otra mitad a combatir, porque él, como Gorki, sabía que no puede haber un gran amor –el amor al pueblo– sin un gran odio –el odio a los enemigos del pueblo– estaba allí totalmente transfigurado.

Ajeno al dolor y a la angustia de la creación

No parecía que dormía, sino que meditaba en lo más grande, en lo más serio, en lo más profundo de la vida. Despejado de lo que tuvo de fugaz y de mortal, Diego adquirió entonces la majestad de lo eterno, que hasta ese momento sólo en su obra había vivido plenamente.

Más fino, serio como nunca, cubierto de una gloria nueva, el rostro de Diego atraía irresistible la mirada, sin que nadie sintiera, al verlo, la repulsa, o el temor que la muerte inspira.

¡Por primera vez, lo vi hermoso! ¡Por primera vez sentí ganas de besar sus manos!

A solas con él en ese estudio donde tantas veces lo escuché y vi trabajar, recordé sin querer, las mil y una imágenes que de su vida tengo grabadas para siempre en la memoria.

Ahí mismo, en ese lugar, que él ahora ocupaba tendido, estuve yo sentado muchas veces, mientras él, con la enorme paleta en la mano y el pincel en la otra, iba acumulando luces, y vida en sus telas.

Ajeno al dolor y a la angustia de la creación que en otros artistas es desesperante drama. Diego Rivera hablaba, inventaba historias, concebía doctrinas, fustigaba con declaraciones candentes a enemigos políticos o a rivales estéticos, sin interrumpir, ni por un instante, la acción milagrosa, necesaria como la lluvia, espontánea como el sol, de asociar tonos, inventar armonías, despedir chispas, encender llamas, crear belleza.

¡Cuántos modelos vi pasar por su estudio! ¡A cuántos clientes adinerados vi poner en apuros al denunciar él, con su sarcasmo, los secretos de sus neurosis! ¡Cuántos personajes raros, que parecían productos de su propia imaginación: “príncipes” acorralados por la FBI; cazadores de perros de 18 centímetros de altura en los desiertos de Chihuahua; bailarinas negras de formas obsesionantes, cuánta gente vi desfilar como en procesión delante de los judas de carrizo que parecían reírse de todo ese mundo estrambótico.

Viéndole así, ahora, tan sereno, en la majestad de su transfiguración, reviví las tempestades que él, como Zeus, había desencadenado a su alrededor. Y mientras afuera pedían casi su cabeza llamándole ateo, farsante, enemigo del orden, etc., etc., él soltaba esas carcajadas de niño que hacían temblar a los pobres esqueletos de carrizo de su estudio.

Fue así, en la tormenta que desencadenó con aquello del Prado; en los escándalos que muy vivos, no quiero que se me borren...

Hacia la madrugada, cuando las primeras luces del día se asomaron a los grandes ventanales, apareció Canessi, el escultor.

No sabía que el maestro había muerto y llegó, llamémosle así, un tanto alegre. Alguien, de los familiares, quiso impedirle, con cierta razón, que él “escandalizara”. Pero Canessi, artista verdadero, estaba henchido de emoción, y quiso captar, para el arte, el último reflejo de vida de aquél que había sido SU maestro, que era y sigue siendo el maestro del arte mexicano.

A ratos tuvo miedo de no poder enfrentarse a tan terrible responsabilidad. Y sintió escrúpulos de cubrir el venerado rostro con el yeso frío, casi insultante, en la tarea macabra de captarle los rasgos para la mascarilla. Sufriendo yo también, le di ánimo a sus bríos.

¡Pobre Frida!, ni eso le fue concedido

Entonces, en una actitud desgarradora, antes de dejar caer sobre los párpados del maestro el yeso viscoso, se inclinó sobre su rostro y pidiéndole, quizá, perdón, lo besó con los ojos inundados de lágrimas.

Vino, después, el final: los periodistas, los fotógrafos, los amigos, la curiosidad y tal vez, también, la exhibición

Me dio tristeza escuchar, sobre el cuerpo aún tibio del gran hombre, las discusiones sobre el destino de sus despojos. El maestro había manifestado el deseo de ser incinerado, a fin de que sus cenizas se juntasen en un abrazo eterno, polvo con polvo, con las cenizas de su Frida, de aquella Frida maravillosa, prodigio de la voluntad, que vivió para amar y para insuflar esperanza y firmeza a todos los hombres.

¡Pobre Frida!, ni eso le fue concedido. Acostumbrada a sufrir, a ser despojada de todo, hasta en la muerte sigue fiel a su destino. Pero Diego en la memoria de los hombres, sigue para siempre ligado a Frida; el ser humano profundamente humano y profundamente bueno que le inspiró a él lo mejor de sí mismo, que fue su compañera, inspiradora y madre.

¡Que hermoso momento el de Bellas Artes, cuando un grupo de niños fue a entregarle, como postrera ofrenda, sus inocentes sonrisas!

Eran los mismos niños que él, en arrebatos de poética ternura, eternizó en sus cuadros. Era el niño indio, el niño mestizo, el niño pobre y el niño de la clase media que vivirá para siempre, en sus óleos y en sus murales.

De camino, por el Paseo de la Reforma, hacia Dolores, sentí la tristeza de ver que sólo unos cuantos –la centésima parte, tal vez, de los que fueron a esperar a un campeón al puerto aéreo– aceptaban el honroso deber de acompañar los despojos de aquél que había ayudado a engrandecer a México con su arte inmortal.

En el Panteón, junto a las tumbas de los hombres ilustres reunidos en la famosa Rotonda, sólo una parte insignificante de los intelectuales mexicanos se hallaban presentes.

Inútilmente busqué, entre la escasa multitud, a muchos de los que deberían sentirse honrados en estar en ese momento ahí.

Carlos Pellicer, el poeta, voló desde Tabasco, con su lira deshecha, para gritar, desde ahí al mundo:

-Maestro querido: tu amistad es el mayor lujo de mi vida...

Ese lujo fue también el mío, y el de todo este pueblo, que tuvo el privilegio de haberlo dado al mundo, y de haber sido recreado por él, en algo de lo más bello que la mano del hombre hasta hoy ha creado.

¡ADIóS, Maestro; vivirás para siempre en nuestra veneración!

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.