Usted está aquí: domingo 2 de diciembre de 2007 Opinión Eres o no eres o quién eres

Bárbara Jacobs

Eres o no eres o quién eres

Puedo hablar con detalle de una docena de experiencias en las que me dirigí a saludar con plena confianza a alguien que resultó que no me reconocía. Aparte de que también podría contar con detalle qué sentí cuando cada uno me miró asombrado y me preguntó quién era, lo que en realidad me hace exponer el tema es la necesidad de averiguar el nombre de la actitud enfermiza que me llevó a acercarme con gusto a quien no me reconocería. La califico así, malsana, porque si me hace daño y es innegable que yo la busqué, tengo que admitir que dirigirse voluntariamente a recibir un rechazo o una humillación o sencillamente un balde de agua fría es de enfermos. Y no de masoquistas, por cierto, pues con el descontón yo no sentí ningún placer. El asunto se afea más si añado que algunas de estas personas que me abofetearon con su duda son gente que me había agraviado antes y a la que, con mi saludo espontáneo, pretendía demostrar mi falta de rencor y mi disposición a ignorar todo golpe pasado, mayor o menor. Otras de ellas, en cambio, eran gente que en un tiempo fue tan cercana a mí que nunca pensé que me olvidaría, por más que debido a mil razones y hasta sinrazones no nos hubiéramos vuelto a ver.

Pienso que saber cómo se llama este paso en falso que he dado ya demasiadas veces como para no alarmarme con él podrá ser el principio de una nueva actitud de mi parte, ¿cómo llamarla?, ¿digna?, pero no descarto estar equivocada. ¿O saber que lo que uno es, es tonto, es el principio de dejar de serlo? Pues hasta cierto punto sí. Aunque estar al tanto de que lo que uno padece es, por ejemplo, migraña, no resulta en que deje de padecerla, y menos si la ha padecido siempre, es decir, si es congénita o hereditaria.

Se me ocurre que en mí aquello es de toda la vida, pues la primera de esas experiencias que identifico ocurrió cuando yo era apenas una adolescente. Dos años después de que me habían expulsado de la primaria, la monja superiora a la que me agaché a besar en las oficinas de un banco me preguntó desde el fondo de la silla en la que se encontraba quién era yo y qué quería. La falta de expresión de su cara acentuaba la frialdad y rigidez de su pómulo, seco, avejentado. No era cuestión de recordarle mi nombre, y ni siquiera que yo era de las alumnas fundadoras del colegio que ella dirigía. Bastante logré hacer con no escupirle, por más que ahora me pregunto si no habría sido ésta la reacción adecuada, no sólo para poner a la hija de puta en su lugar sino, más importante, para que yo no volviera a caer en el mismo error en ocasiones futuras, imprevistas, amenazadoras, posibles.

La circunstancia con otro de los verdugos a los que me refiero no fue precisamente la de desconocerme por completo, pero sí la de exclamar, al verme, cómo había yo cambiado. Ahora bien, nada más natural que cambiar en 20, en 30 años, y nada de qué resentirse si a uno le señalan lo obvio, es decir, que ha cambiado. Sin embargo, entre mujeres, como fue el caso, y mujeres a las que las unen tantos puntos en común que pueden sentirse incluso miembros de una misma familia, el asunto de desconocerse no es ni natural ni halagador, pues invariablemente la exclamación, “¡Cómo has cambiado!” significa, “¡Cómo has envejecido!” La buena educación señala que, cuando no tienes nada agradable que decir, harías bien en mejor no decir nada que decir algo desagradable, por mínimo que fuera. Lo cierto es que al recibir el mazazo en el centro de mi vanidad me arrepentí de haber cruzado el salón de fiesta para saludar alegremente a una de mis más antiguas amigas, que ahora al verme, y en lugar de regresar mi abrazo, fruncía el ceño extrañada y levantaba la mano para detenerme, como si la vejez se contagiara.

La peor de estas situaciones sucedió hace apenas un par de semanas. No entraré en detalles, pero sí diré que no me perdono haber ido una vez más, como si la experiencia no sirviera para nada, al encuentro de mi propio malestar. Yo estaba de paseo en un puerto al oeste del país. A regañadientes llevaba conmigo los datos de un viejo amigo que vivía ahí y a quien vacilaba entre llamar en señal de reconciliación de viejos agravios o dejar en paz. Sin embargo, en mi primera salida a la playa la vida decidió por mí, pues me hizo toparme justamente con él. Para dominar mi propia sorpresa le di un beso y pronuncié mi nombre. “¿Quién dices que eres?”, me preguntó. Le repetí mis señas, pero la segunda vez tampoco le dijeron nada.

 
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