Usted está aquí: martes 27 de noviembre de 2007 Espectáculos La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil
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Locos por el baile

Hace cinco años, el realizador estadunidense Jeffrey Blitz sorprendió con una idea novedosa para un filme documental: registrar los estados de ánimo de un grupo de niños que competían por el National Spelling Bee, un trofeo para aquellos talentos en el arte de deletrear con rapidez y precisión palabras casi impronunciables. La cinta, Spellbound (Fascinados por las letras), estuvo nominada para el Óscar junto con Masacre en Columbine, de Michael Moore, obra que finalmente conquistó el premio.

El propósito y estructura de aquella película se ve ahora reflejado en una incursión divertida y muy ágil en el mundo de los concursos de baile en las escuelas públicas de Nueva York. Se trata de escuelas de enseñanza primaria, en total 60, que compiten cada año en un concurso convocado por el American Ballroom Theatre. Los niños y niñas tienen alrededor de 11 años y los ritmos para los que se preparan durante 10 semanas son el merengue, el tango, la rumba, el swing y el foxtrot.

Locos por el baile (Mad hot ballroom), de Marilyn Agrelo, realizadora cubana que emigró a Estados Unidos con su familia a los dos años de edad, organiza su material de forma interesante. Prescinde de la voz de un narrador (lo que confiere gran agilidad a la cinta), concentra su atención, luego de un buen montaje, en las sesiones de tres escuelas públicas: la 150, de Tribeca (con alumnos de clase media), la 115, de Washington Heights, al norte de Manhattan, con participantes de origen jamaiquino en su mayoría y condición social muy desfavorecida, y la 112, de Besonhurst, en Brooklyn, de composición racial muy heterogénea, con una dominante italiana. Cada escuela selecciona a cinco parejas, con una más de remplazo (en caso de enfermedad), y de una sesión a otra el espectador sigue el proceso de eliminación hasta el gran final, momento en que ya ha identificado a los bailarines más talentosos.

Un chico en particular, el mulato Wilson, destaca por el estilo y gracia de su baile, y de inmediato asimila los retos y lecciones de su maestro (manera de fijar la mirada en su compañera, agilidad y contención animal en el desplazamiento, seducción y firmeza).

Durante dos meses y medio los instructores siguen de cerca a sus alumnos, los cuestionan y provocan, los preparan con una devoción insólita. Una maestra refiere la experiencia con lágrimas, como si en el concurso se jugara toda su carrera profesional. No hay participación de los padres de familia ni tampoco un acercamiento sustancial a la vida doméstica de los concursantes. La relación instructor/bailarín es lo único que el documental explora a conciencia, y también, naturalmente, los estados de ánimo de quienes a través del baile tienen sus primeras vivencias con el sexo opuesto, mismas que les llevan a confiar a la cámara sus dudas e inquietudes en cuestiones de género, al igual que sus miedos más profundos; en el caso de las chicas, el vivir en un barrio peligroso y enfrentarse día a día a la amenaza del hostigamiento sexual; en los varones, el pertenecer a familias disfuncionales, vivir climas de inseguridad y problemas como la violencia y el consumo de las drogas.

Hay en el concurso música moderna, sonidos latinos y también melodías de Sinatra y Peggy Lee. El entusiasmo es contagioso y muy espontánea la fraternidad racial. Marilyn Agrelo y su guionista Amy Sewell consiguen explorar con delicadeza el proceso de maduración sentimental de los púberes en este sorprendente melting pot neoyorquino, en el que prevalecen gozosamente la diversidad y la tolerancia.

En los años 90 habíamos apreciado este tipo de documental musical en París arde (Paris is burning), de Jennie Livingston, notable crónica de un concurso de travestis en la gran manzana; acidez paródica y provocación aparte, Locos por el baile demuestra ahora, de modo convincente, la vitalidad del género.

 
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