Usted está aquí: jueves 22 de noviembre de 2007 Opinión ¿Virilidad o afeminamiento?: revolucionarios

Margo Glantz

¿Virilidad o afeminamiento?: revolucionarios

Conocido es el texto de Julio Jiménez Rueda aparecido en El Universal, en diciembre de 1924, “El afeminamiento en la literatura mexicana”; allí increpaba con estas palabras a los intelectuales de entonces: “(...) hasta (...) el tipo de hombre que piensa ha degenerado. Ya no somos gallardos, altivos, toscos (...) es que ahora suele encontrarse el éxito, más que en los puntos de la pluma, en las complicadas artes del tocador”.

Acusación grave, no reconocer o darle cabida en la escritura al “ambiente masculino de contiendas”, distintivo de la Revolución, en un momento en que aún resonaban en México los ecos de la contienda armada, reasumida en 1926, con la guerra de los cristeros (¿se reanudará ésta a repique continuo de campanas?)

Este furioso dictamen dirigido a la producción intelectual y a los mismos cuerpos de sus productores afecta la recepción de varios de los textos contemporá-neos o de los que, escritos después, habría de reunir Berta Camino de Gamboa y completar luego Antonio Castro Leal, en cuatro volúmenes, bajo la etiqueta Novela de la Revolución Mexicana, de 1958, donde se incluye sólo a una mujer: Nellie Campobello.

Francisco Monterde contesta a Jiménez Rueda en los mismos términos:

“No seamos pesimistas; el tipo de intelectual, entre nosotros, siempre ha sido de corta estatura, salvo excepciones de fácil recordación, como la del maestro Sierra (...) nuestros escritores nunca han sido ‘gallardos, altivos, toscos’ (...) No fueron colosos de estatura ni les hizo falta. Es natural que el hombre que hace una vida de sacrificio –como es la del literato en nuestras latitudes, sin reposo de montaña, ni largos veraneos–, el hombre que vive respirando el aire pobre de las bibliotecas, alejado de los deportes, sea un hombre pequeño, un hombre débil, físicamente. No vamos a medir, por la estatura de un escritor, la ta-lla de sus pensamientos”.

Monterde señala además la condición precaria en la que vivían los intelectuales mexicanos, la falta de editoriales, de librerías, de crítica y de medios de difusión, y privilegia un tipo de personaje, señalado con el estereotipo de “ratas de biblioteca”, o a los “exquisitos”, pertrechados en su “Torre de Marfil”, los seguidores de los movimientos simbolista y modernista de fin de siglo, donde podría incluirse a varios de los escritores porfirianos aún vivos, quizá devotos de esas “complicadas artes del tocador”, despreciados como afeminados, y también, una alusión a los Contemporáneos. Quedaban fuera de la clasificación quienes participaron directamente en las luchas revolucionarias (y a partir de Mariano Azuela) y escribirían las obras agrupadas como pertenecientes a la “Novela de la Revolución”.

En la disputa sobre la virilidad o el afeminamiento de la literatura mexicana sobresale el problema del cuerpo sexuado, el cuerpo viril, el cuerpo femenino o el cuerpo afeminado. El cuerpo abierto, el cuerpo cerrado, o el cuerpo intacto o lacerado.

En suma, “el cuerpo ofrecido”, como dice Nicole Loraux, “a las operaciones del pensamiento, a las construcciones fantasmáticas”.

En una literatura que habla de situaciones extremas en las cuales los participantes están expuestos a la muerte y donde ésta es el tema principal –casi único–, la hombría es un elemento nodal. ¿Carecen las mujeres de esa cualidad por el hecho mismo de serlo? A los afeminados se les coloca en una situación intermedia; a ella se alude de manera indirecta en los textos, por ejemplo, cuando se esboza la figura de Luis Cervantes, en Los de abajo, o la del capitancito federal a quien uno de los leones de San Pablo llama señorita en Vámonos con Pancho Villa, de Rafael F. Muñoz, y cuya notable muerte le hace recuperar con creces la virilidad, a los ojos de sus enemigos. Cabría agregar que en la película que Fernando de Fuentes filmó sobre la novela en 1935, es Xavier Villaurrutia, el autor del guión, quien resalta ese episodio.

En la batalla parecieran enfrentarse solamente dos categorías definitivas y tajantes de género, los hombres viriles (cuyo prototipo es Villa) y las mujeres cuya actividad sustantiva sería simplemente la de servidoras sexuales y domésticas. El “afeminamiento” estaría rodeado por una aureola de silencio y alusiones, en tanto que la virilidad y la feminidad se presentarían como catego-rías indiscutibles.

En este contexto sobresale la narrativa de Nellie Campobello como excepción, acaso por ser una ¿mujer viril?

 
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