Usted está aquí: martes 20 de noviembre de 2007 Cultura El poeta Alberto Blanco

Elena Poniatowska/ II

El poeta Alberto Blanco

Poeta y músico de rock, Alberto Blanco formó parte de la banda La Comuna y tocó también con Las Plumas Atómicas.

–Yo tocaba con mi banda y seguía escribiendo. Para mí, escribir era simple y sencillamente mi manera de estar solo y de vivir. No conocía entonces a nadie del medio literario (la única excepción fue Germán Dehesa, quien fue mi maestro de literatura en la prepa) ni tenía contacto con nadie que escribiera. Y así siguió siendo por muchos años, hasta que en 1972, gracias a Busi Cortés, la directora de cine, trabé contacto con un grupo de jóvenes escritores que se reunía con Huberto Batis. En su taller tuve mi primer contacto con gente que escribía y empecé a descubrir una vida literaria que yo desconocía olímpicamente.

–¿No leías los suplementos culturales?

–No tenía contacto con nada de eso. No sabía de las revistas de literatura mexicana; prácticamente no había leído yo nada de poesía mexicana. Claro, sí conocía a Paz, porque todo mundo lo conocía. No sabía quiénes eran los Contemporáneos, por ejemplo, o José Juan Tablada. Poco a poco empecé a conocer la tradición de la poesía mexicana, y a descubrir que existía toda una vida literaria en México. Mi despertar, en este sentido, fue muy tardío, pero esto me dio la oportunidad de pasar muchísimos años leyendo y después escribir sin que nadie me influyera directamente. Para mí la literatura fue algo que estaba en los libros y en los libreros, Dostoievski, Kafka, Rimbaud, Lautréamont, Artaud, o lo que gustes y mandes, y por otro lado la experiencia íntima, personal, de escribir sin saber lo que era. Yo no sabía que lo que estaba escribiendo era poesía; simplemente usaba las palabras para tratar de comprender muchas cosas que no comprendía y echar luz en la enorme confusión que sentía a mi alrededor.

–¿La confusión fue por el 68?

–No, para mí la confusión comenzó antes. En realidad fui un buen estudiante toda mi vida, y después de haber estado en una escuela primaria laica, mixta, bilingüe, mis padres me cambiaron a la secundaria del Simón Bolívar, escuela religiosa de hermanos lasallistas, de puros hombres, inmensa. Para mí fue un cambio tremendo. Las condiciones eran completamente distintas a lo que yo había vivido, sobre todo porque no había niñas… eso cambiaba todo. Pero también estaba la presencia constante de la educación orientada en un sentido religioso. Y luego la preparatoria en el CUM, de hermanos maristas. Ahí me empezó a hacer crisis la distancia que yo veía en todas partes, entre lo que se predicaba y lo que se hacía: la enorme hipocresía que observaba a mi alrededor entre lo que suponía que eran los valores que defendían y su vida cotidiana. Empecé a sentir un disgusto muy grande, mucha repugnancia por lo que intuía que me esperaba más adelante: integrarme a un medio social inmerso por completo en una doble o triple tabla de valores. La misma gente que podía ir a misa, rezar y confesarse y comulgar, salía a hacer buenos negocios y a transar. A mí eso me empezó a hacer mucho ruido. Por otro lado, pude observar la inmensa distancia que había entre los diferentes estratos sociales: gente que casi no tenía nada y gente que tenía muchísimo más de lo que podía disfrutar. Empecé a conocer amigos que de alguna manera compartían ese desasosiego y encontramos un hermano marista y un sacerdote que ya estaban sobre la pista de la teología de la liberación y que hacían otras lecturas. Se habían abierto a la posibilidad de una práctica religiosa distinta de la que imperaba en el México de 1968 y por medio de ellos leí, en primer lugar, a Albert Camus, desde luego, pero también a Camilo Torres, los escritos del Che, los existencialistas. Y llegó un momento en que esa crisis pasó del café a un intento de ponerla en práctica.

“A principios de 1968, salimos a hacer una campaña de vacunación a la sierra Huasteca, echamos a andar una clínica en un lugar paupérrimo que estaba –y me imagino que ha de seguir estando– sometido a todas las limitaciones posibles. Un grupo de amigos anduvimos durante varias semanas en una serie de rancherías –ni pueblos se les puede llamar–, donde no había caminos ni agua ni drenaje ni luz, no había nada. Esas semanas me hicieron un efecto tremendo. Yo podría decir que mi vida fue un antes y un después de esa experiencia. En más de un sentido me hizo mucho daño.

“De la sierra regresé muy enfermo, porque agarré toda clase de infecciones… no por nada habíamos ido a vacunar a la gente contra enfermedades muy básicas. Sin embargo, nosotros, que, entre comillas, ‘fuimos a ayudar’, recibimos de toda esa gente una tremenda ayuda: educación. Fuimos a aprender, a ver, a entender. Y lo que vi, viví y entendí en esas semanas en un lugar que se llama Pisaflores me ha acompañado toda mi vida.

“Vi cosas que no había visto nunca. Vi morir personas por las ‘razones’ más abyectas: por una infección de muelas, por piquetes de animales, porque estaban mal del estómago todo el tiempo. Regresé más descreído que nunca de la sierra; más cabreado que nunca, con lo que veía a mi alrededor, con el tremendo desdén que veía hacia esas condiciones oprobiosas en las que vive tantísima gente. Y para mi fortuna o para mi desgracia, en esos momentos empezaba el movimiento del 68. A mí, sin tener mayores luces políticas, me pareció que apenas si era lógico que pasara algo así. Se correspondía perfectamente con lo que sentía por dentro. Y fue en ese momento cuando comencé a escribir de otra forma, creo que por pura desesperación, porque no tenía nadie con quien compartir todo lo que me pasaba, me sentía solo… muy desadaptado.”

–¿Escribir fue una forma de comunicarte?

–No se trataba de no tener con quien hablar o compartir ciertas experiencias. Creo que era algo más soterrado, más complejo. Paul Éluard, el poeta surrealista, decía que la ausencia es la madre de todos los poemas, y yo estoy de acuerdo con eso. Lo siento, lo entiendo y lo comprendo muy bien.

–¿La ausencia de la gente?

–Hay ausencias de muchas clases, las más inmediatas serían la ausencia de afecto, de una persona que uno quiere o la falta de cierta comprensión familiar o social, o de solidaridad. Pero hay ausencias más determinantes. En mi caso la ausencia más fuerte, la que me impulsó a entrar de lleno en la poesía, era la ausencia de mí, la ausencia de “yo”, la falta de comprensión que tenía respecto de mi propia vida. No sabía lo que me tocaba hacer; no entendía mi vida; no había realizado eso que podríamos denominar “el llamado”. En este sentido, de veras no tenía a nadie a quién acudir porque ni siquiera podía formular con claridad cuáles eran las preguntas.

“Mi estado de zozobra y angustia me hizo escribir como nunca lo había hecho antes. Las palabras se me convirtieron en una especie de linterna. Descubrí que con ellas podía penetrar en lo oscuro, y que ese rayo de luz del lenguaje me permitía descubrir cosas que no había visto antes. Ya no era el dueño de las palabras y del discurso… ahora las palabras me permitían ver lo que no había observado antes y comenzó para mí el viaje de la poesía. Y no es tanto que dejara de usar el lenguaje como una forma de comunicación; es que en lugar de que la comunicación fuera de mí hacia el mundo, lo de afuera, lo otro, lo desconocido, la oscuridad o como quieras llamarlo, comenzó a comunicarse conmigo mediante las palabras.”

 
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