Usted está aquí: domingo 18 de noviembre de 2007 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Fondeadero

David se estremece al pensar que el agua de la pileta estará helada y le escurrirá por el cuello hasta el pecho, donde conserva el tatuaje: Marina. “¿Existirá?” Sí. Tal vez sea como él la describió aquella noche de parranda, mientras los amigos del Zurdo lo veían someterse a la aguja del tatuador: “es alta, rubia, frondosa y alegre”.

David aún celebra que la pandilla de borrachos no le hubiera pedido más datos. Ebrio y atemorizado, no habría sido capaz de construir a una mujer que llenara aquel nombre. Lo eligió porque le vino a la cabeza el cuadro que adorna la sala de su casa: una ola fosforescente sobre terciopelo negro.

Mientras camina hacia el fondo del corredor, donde está el lavadero, David ve camisetas y pantalones colgados en las ventanas secándose al sol. Piensa en que sus sueños tendrán que ponerse las ropas húmedas para salir del albergue y recorrer las calles en busca de un trabajo, de alguien que les regale un taco, un cigarro, una cerveza o nada más su compañía. La necesita para sobrevivir mientras llega la noche y puedan reintegrarse al albergue lleno de carraspeos, voces roncas y malos olores...

El lavadero está desierto. David se inclina sobre el agua estancada en la pileta. La primera vez que hundió las manos en ella pegó un grito: “Puta madre, ¡está helada!” El responsable del albergue tomó la protesta a ofensa: “Si no te gusta, lárgate a un hotel”. Cerca quedaba el Veracruz, con la parvada de muchachas apenas vestidas con lycras diminutas y fosforescentes, como la ola que adorna la sala de su casa.

II

Resignado, David se despoja de la camisa y se la amarra en la cintura para evitar que se la roben mientras se da un “baño de ovalito”. El agua fría lo reanima, lo vuelve optimista. Tiene motivos para serlo: se aproxima la temporada navideña, los comerciantes necesitan quien les ayude a vender y cargar. Él aún tiene buena voz y se conserva fuerte. Su reflexión le recuerda las burlas de su padre: “Me chingué para que estudiaras ingeniería y ¿de qué sirvió? Ni siquiera puedes ganarte los frijoles que te tragas”.

David confió en que su madre saldría en su defensa, como otras veces, pero ella tomó el bando contrario: “Tu padre tiene razón. Piensa en qué harás cuando ya no vivamos. Ahora, mal que bien, tienes casa y comida”.

Fue inútil que David le describiera de nuevo su viacrucis: cuando terminó su carrera la falta de experiencia le cerró las puertas de empresas y despachos. Después encontró nuevos obstáculos: a sus 28 años resultaba muy joven para algunas responsabilidades o demasiado viejo para otras. ¿Qué podía hacer? Su madre permaneció inmutable, silenciosa, congelada como la ola fosforescente en el cuadro.

Al terminar de lavarse, David se desamarra la camisa. Al secarse con ella se da cuenta de que huele como las toallas de los baños Tigris, donde trabajó. El salario era pésimo, pero le agradaba su empleo porque le concedía la ventaja de vivir en el cuarto de las lavadoras.

Entre las máquinas redondas y enmohecidas puso su catre y conectó un radio. En medio de aquella miseria se sentía feliz, libre: quizá porque en la pared no colgaba su título de ingeniero que le diera conciencia de su fracaso.

David se enjuga el pecho y se mira el tatuaje. Uno de sus compañeros de los baños Tigris le aconsejó que se lo borrara. Los patrones siempre desconfían de quien lleva semejantes marcas, no importa si es una virgen, una flor, una calavera o el nombre de Marina. David permitió que se lo grabaran sólo para quedar bien con el Zurdo y su pandilla. Necesitaba sentirse aceptado por alguien después de que sus padres le habían dado la espalda.

Se pone la camisa húmeda y se alisa el cabello con los dedos. Quiere causarle buena impresión a don Celso, convencerlo de que le permita atender uno de sus negocios. El Zurdo le recomendó que no se ponga remilgoso ni le diga a don Celso que estudió ingeniería: “Pensará que por estar titulado te sientes muy acá y vas a pedirle más sueldo”.

El aroma del café lo seduce y se encamina al comedor. La primera vez que entró allí fue a sentarse junto a un hombre envuelto en una cobija a cuadros que había dejado su dentadura en la mesa, sobre una servilleta de papel. No la usaba para comer, le dijo, por temor a que se le rompiera un diente y dar mal aspecto. David no pudo contener una carcajada, pero el hombre, lejos de mostrarse ofendido, le dio las gracias: tal vez llevaba años sin escuchar la risa de alguien dirigida a él.

David se detiene a las puertas del comedor. Desde lejos, por el silencio, parecía desierto; pero está lleno de hombres que comen sin levantar los ojos, sin moverse para no invadir el sitio del vecino, para no cometer una falta que les prohíba el acceso al albergue: un fondeadero.

Toma una charola y se acerca a la mesa, donde tres hombres se encargan de entregar las raciones de pan y café con leche: “¿Una concha o dos bolillos?” David opta por lo segundo. Pone en práctica el consejo que le dio una prostituta milenaria: “Hazle como yo: siempre que salgo a trabajar procuro meterme en la bolsa un pan; así, aunque no me caiga ningún cliente, al menos tengo la seguridad de que comeré algo porque con el estomago vacío pues no dan ganas…” David se arrepiente de no haberle preguntado: “¿Ganas de qué?”, pero imagina la respuesta: “De vivir”.

Se guarda un bolillo en la bolsa y remoja el otro en el café con leche. La bebida tibia le produce una sensación placentera, idéntica a la que sentía cuando entraba en los compartimentos de los baños para entregarle a los clientes las toallas o el jabón. Piensa con rabia en el Zurdo. Si no fuera por él, no tendría el pecho tatuado ni hubiera perdido su trabajo en los baños Tigris. Reflexiona: “Pero también, gracias a él, hay chance de que hoy consiga trabajo”.

Lo asalta el temor de que don Celso le niegue la oportunidad. De ser así no tendrá fuerza para seguir buscando y poniéndole buena cara al mal tiempo. ¿En qué momento empezó? A lo mejor cuando dijo que no quería ser un “pinche cargador”, como su padre, sino ingeniero. “¿Por qué eliges esta profesión?”, era la última pregunta del cuestionario de ingreso. Tardó en escribir la respuesta: “¨Porque me permitirá hacer obras importantes, útiles, bonitas”.

Respondió con la verdad. En aquel momento, hace ya 20 años, él pensaba que era posible realizar los sueños. Daría cualquier cosa por creerlo otra vez y sentirse capaz de hacer algo bueno. No lo consigue. Demasiadas puertas se le han cerrado, incluidas la de su casa. Durante los últimos meses que vivió allí se sentía incómodo, atrapado como la ola fosforescente que adorna la sala. Sonríe al pensar que su madre ya estará sacando del clóset el arbolito de aluminio, las esferas y las guías de luces que apagará cada noche por temor a un incendio y a perder sus cosas.

IV

“Cuando terminen lavan sus tazas”, ordena un empleado al pasar. David obedece y toma su sitio en la fila ante el fregadero. Un indigente se vuelve y le muestra su plato: “Está numerado, como si fuera a robármelo”. David se apresura a lavar su taza. Antes de colocarla en el escurridor comprueba que también está marcada. En otra época habría protestado por la desconfianza. Ya no lo hace. Las humillaciones y las injusticias son parte de la vida que arrastra.

Se mira la muñeca izquierda y lamenta haber rematado su reloj. “Diez varos y dí que te fue bien”. Se precipita hacia la puerta y ve un hervidero de vendedores ambulantes, menesterosos, inválidos. Pregonan, cantan, hacen malabarismos, extienden las manos suplicando una dádiva; algunos permanecen hundidos en el silencio esperando la muerte.

David no quiere convertirse en uno de ellos, tiene que resistir, olvidarse de su título, renunciar a sus sueños, borrarse el tatuaje, suplicarle a don Celso que le permita trabajar vendiendo sus mercancías chinas. Si hoy no lo consigue al menos tiene un pan en el bolsillo y la posibilidad de volver al fondeadero.

 
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