Usted está aquí: domingo 18 de noviembre de 2007 Opinión Las entrañas de Relaciones Exteriores

Ángeles González Gamio
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Las entrañas de Relaciones Exteriores

El inmenso predio que durante el virreinato ocupó el convento de Corpus Christi, primera institución religiosa que acogió mujeres indígenas, en este caso las hijas de los nobles, conocidos como caciques, lo que llevó a que el convento se conociera como de las indias cacicas, durante la segunda mitad del siglo XX, hasta el fatídico sismo de 1985, alojó al edificio de Seguros América y el hotel Del Prado, los cuales permanecieron en estado ruinoso hasta hace aproximadamente un lustro, cuando el gobierno de la ciudad emprendió un ambicioso proyecto de renovación, que dio como resultado una majestuosa plaza, que diseñó el arquitecto Ricardo Legorreta, rodeada de magníficos edificios y adornada con una impresionante fuente con decenas de pequeñas pirámides, obra del artista Vicente Rojo, y con un gran mural-escultura de David Alfaro Siqueiros.

Uno de esos edificios lo ocupa la Secretaría de Relaciones Exteriores, cuya sede en Tlaltelolco, garbosa torre que se levantó en los años 50 del pasado siglo y que dio lugar a la llamada Plaza de las Tres Culturas, tuvo que ser abandonada, debido a que quedó afectada después del temblor, pues pese a las obras que se le realizaron para quitarle peso, quedó insegura.

Tras un peregrinar por distintos inmuebles alquilados, finalmente en 2002 acordaron con el gobierno capitalino el levantamiento, en la nueva plaza, del gran edificio de 50 mil metros de construcción, que recibe a los visitantes en un gigantesco vestíbulo, decorado con un mural de Rufino Tamayo, que se trasladó de la antigua torre. El inmueble aloja a dos mil personas que ahí laboran en diversos oficios y profesiones, lo que lo convierte en una pequeña ciudad, con todos los servicios.

En los distintos pisos se encuentran desde la lujosa oficina de la canciller, hasta las cocinas que pueden servir hasta mil comidas en una sentada, pasando por las salas de conferencias, salones para reuniones, el salón del protocolo, con su hermosa mesa de laca michoacana; un comedor enorme con terraza, cinco comedores, oficinas y varias cocinas con frigoríficos, almacenes, cuarto de lavado, cámara de verduras, frutas y lácteos, y demás parafernalia que se requiere para que 65 gentes preparen y sirvan cotidianamente el desayuno a 400 personas, y la comida a mil 400, repartidas en el comedor operativo, que atiende a 800, el de mandos medios y el de superiores. Las dimensiones del equipo evocan a Gulliver: la marmita para sopa para 500 comensales, los sartenes gigantes para cocinar 25 kilos de arroz y todo lo demás por el estilo.

La vista desde las terrazas de los pisos superiores, permite apreciar el contraste de las construcciones antiguas con las del México moderno: torres y cúpulas de viejos templos barrocos, palacios decimonónicos y los edificios de metal, vidrio, acrílico y concreto de nuestro tiempo, no todos motivo de orgullo, ya que como hemos comentado, buena parte de ellos no han resistido bien el paso del tiempo y se ven “fané y descangallados”, como la Torre Latinoamericana, a la que le urge una remozada.

Los salones y oficinas están decorados con excelentes obras de arte de pintores mexicanos: Diego Rivera, Dr. Atl, José María Velasco, Julio Ruelas, Fernando García Ponce, Carlos Mérida, quien aunque es guatemalteco, desarrolló su obra en nuestro país; Manuel Felguérez, Francisco Zuñiga, Raúl Anguiano y muchos más, lo que convierte a la dependencia en una gran galería de arte. Desgraciadamente, no obstante ser un edificio que se supone es público, no se puede visitar ni siquiera el vestíbulo, a menos que cuente con una palanca que le haga un recorrido.

El otro edificio que embellece la plaza, también del arquitecto Legorreta, lo ocupa el Tribunal Superior de Justicia, que ya tendrá su crónica, pero hoy vamos a dar una caminada por la avenida Juárez, para visitar la Plaza de las Esculturas, que ocupa un espacio en la amplia banqueta, bajando un pequeño desnivel, en donde lucen unas buenas esculturas decimonónicas: Ariadna abandonada, de Federico Lucano; Un pescador, de Agustín Franco; Issac, de Epitacio Calvo, y Flor de fango, de Enrique Guerra.

A la vuelta, en la calle de Dolores, se encuentra el barrio chino, al que le han dado una buena remozada y ahora el tramo de la vía que se hizo peatonal se adornó con jardineras, en donde los tradicionales restaurantes de hace años, muchos renovados, sirven sus especialidades en mesitas en la calle y las tiendas muestran en sus flamantes aparadores la colorida y diversa mercancía: cerámica, tés, faroles, budas, palillos, platones, atuendos, ingredientes para la cocina oriental, en la que no puede faltar la salsa de soya. Y ya estando aquí no estaría mal un chop suey con arroz al vapor y unos crujientes rollitos primavera, en el Shangai.

 
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