Usted está aquí: sábado 17 de noviembre de 2007 Espectáculos La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil
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No quiero dormir solo

Ampliar la imagen Fotograma de la cinta No quiero dormir solo Fotograma de la cinta No quiero dormir solo

En No quiero dormir solo, su octavo largometraje, el realizador Tsai Ming-liang abandona el terreno familiar de Taipei, donde ha realizado la mayoría de sus cintas, y regresa a su país natal, Malasia, para transformar a Kuala Lumpur en una ciudad espectral invadida por una niebla misteriosa. Los habitantes portan máscaras o cubrebocas, acentuando con ello su fisionomía de población fantasma.

Un joven chino, Hsiao Kang (Lee Kang Sheng), aparece abandonado en el asfalto, herido tras una fuerte golpiza, y es rescatado por un grupo de trabajadores bengalíes, uno de los cuales, Rawang (Norman Atun) decide protegerlo y sanar sus heridas. En otra parte de la ciudad yace en estado comatoso otro joven, hijo de la dueña de un bar, al cuidado también de una empleada.

A los dos jóvenes convalecientes los interpreta el mismo actor, sólo cambia el corte de pelo, algún ángulo en las facciones; tal vez se trate, por una fantasía del director, del mismo personaje capturado en dos épocas de su vida. Cuando al fin el primer joven se pone de pie y recobra su energía, rápido se convierte en el objeto de deseo de Rawang y de la joven mesera a quien conoce azarosamente.

Imágenes obsesivas

De modo habitual en el director malayo, de quien en México se conocen casi todas sus cintas, de Los rebeldes del dios Neón a ¿Qué hora es allá?, la narración es escueta, minimalista, y el goce primordial lo proporciona la elegante composición de tomas fijas, de duración para algunos exasperante (como en El río o en Good bye Dragon Inn), y de una belleza plástica que alcanza aquí niveles insospechados, inclusive dentro de su propia filmografía. Tsai Ming-liang captura estados de ánimo –tristeza, desamparo amoroso, anhelo–, y a partir de emociones primitivas cautiva al espectador, quien sigue a los personajes en sus largos recorridos por una ciudad, un baño de vapor, un departamento o una sala de cine abandonada. Éstos rara vez profieren una palabra, parecen sólo atentos a los ruidos de su entorno, a alguna imagen que les obsesiona, como el atisbo de una actividad sexual ajena o la calamidad de una inundación en un departamento o a la lluvia torrencial que parece no acabar nunca.

Tsai Ming-liang hace deambular a sus personajes por territorios continuamente acechados por alguna catástrofe, íntima o colectiva, y en el caso de No quiero dormir solo, la amenaza no sólo es alguna contaminación urbana, sino la sensación de no poder conjurar de modo alguno la soledad y el hastío.

En medio de esta desolación ambiental, y con personajes que parecieran no transmitir ningún tipo de emoción, el realizador de El agujero consigue una de sus obras más sensuales y emotivas. Explora el lenguaje corporal y la incidencia de la luz sobre los rostros, o el modo en que la oscuridad acentúa la melancolía en las miradas. Todo concurre a un elogio de un deseo casi siempre insatisfecho, capaz, sin embargo, de animar a los personajes y dotarlos de una carga sensual inesperada. Entre ellos es Lee Kang Sheng, actor fetiche del realizador, quien continuamente maneja la mayor variedad de registros dramáticos.

En otras cintas, The wayward cloud, por ejemplo, es capaz de interpretar a la vez a un actor porno y a un personaje cómico. Sin embargo, cuando aparece como alter ego del propio realizador, en una caracterización tan contenida y compleja como la que ofrece en esta cinta, su presencia es realmente notable.

 
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