Usted está aquí: domingo 11 de noviembre de 2007 Política Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

La memoria del agua

A finales de septiembre Aurorita nos dejó la llave del cuarto que alquila en la azotea y dos encargos: cuidar su máquina de coser y explicarles a sus clientas que motivos de fuerza mayor la obligaban a regresar a Villahermosa. No quería que la tomaran como una de esas trabajadoras irresponsables que desaparecen de la noche a la mañana.

El tiempo que Aurorita iba a estar ausente dependía de la forma en que ocurriese el rencuentro con sus hermanos: Pedro y Salvador. Llevaban más de 30 años sin verse y el contacto, primero por carta y después por teléfono, había sido esporádico.

La reunión fue idea de Pedro. El 3 de octubre iba a cumplir 70 años. Pensó en celebrarlos con lo que aún quedaba de su familia, recorriendo los lugares y recuperando los sabores de su infancia som- breada por las ceibas y los árboles de pan. Para evitar confusiones decidieron reunirse en el parque de La Venta. A ella le hubiera gustado que se encontraran en la casa de un familiar o por lo menos de algún conocido, pero los que no estaban lejos de Villahermosa habían muerto.

Para hospedarse, Aurorita eligió un hotel en la parte antigua de la ciudad. La recordaba con edificios bajos, de ladrillo reverdecido por el musgo a causa de las eternas lluvias. Esa zona debió significar para ella algo muy importante, porque al mencionarla sus ojos se iluminaron con una luz extraña.

En el proyecto de aquel rencuentro había muchas incertidumbres. Sin embargo, algo muy concreto preocupaba a Aurorita: los mosquitos. Se levantó las mangas del suéter para mostrarme los lugares donde le habían dejado marcas los chaquistes, demonios irrefrenables en su avidez por clavar su aguijón.

Por lo que había leído en periódicos y revistas, Aurorita estaba enterada de que los moscos, verdadero azote de la humanidad, han desarrollado magníficas defensas contra insecticidas y repelentes. De modo que emprendería el viaje como una beata camino del martirio.

Aurorita prometió comunicarse en cuanto tuviera datos concretos acerca de su estancia y su paradero. No lo hizo y, dada la tragedia en Tabasco, tal vez nunca lo haga. Aun así, conservo la esperanza de que algún día vuelva para contarnos cómo fue el rencuentro con sus hermanos. Por lo pronto, si es que llega a leer esta página, quiero informarle que su cuarto está en orden, su máquina sigue cubierta con la funda de cretona en el rincón donde la dejó. Algo más: cuando escucho el zumbido de los mosquitos recuerdo su voz la tarde en que nos despedimos.

II

Tengo una superstición: hablar de Aurorita en presente para creer que nada malo le sucedió, que en medio del desastre se mantiene junto a sus hermanos y lucha por encontrar, bajo las aguas crueles y memoriosas, vestigios de otras vidas y el mundo de su infancia.

Abordó el tema sólo una vez, sin detallarlo, la víspera de su regreso a Villahermosa. Nunca antes se había referido a su historia personal. Yo ignoraba que tuviera dos hermanos: Pedro, que por cuestiones de salud vivía en Veracruz, y Salvador, anclado en un negocio de mariscos en Tampico.

De ellos no alcanzó a decirme nada más y prometió que al regresar del viaje me mostraría sus retratos. Le pregunté en dónde los guardaba, porque jamás vi alguno las muchas veces que entré en su cuarto para encargarle una compostura. Aurorita me aclaró que los tenía en unas cajas para evitar que el sol los afectara. Sobre todo temía el daño que pudiera causarles la humedad de las paredes.

En esos retratos –me dijo– aparecían los tres juntos, en los buenos tiempos en que las inundaciones eran motivo de diversión para los niños. Indiferentes al peligro y a la inquietud de sus padres, para ellos las tormentas y las crecidas de los ríos significaban ausentarse de la escuela, huir de las rutinas, imaginarse que los muebles flotando en el agua eran barcos y vivir aventuras de náufragos mientras permanecían subidos en los techos de sus casas.

En una de aquellas inundaciones tuvieron la experiencia más amarga: desde la rama del árbol donde se habían refugiado vieron a Valdo, su perro blanco, flotar en una mesa que arrastró la corriente sin que ellos pudieran evitarlo. Según Aurorita, lo peor de aquella escena había sido el silencio del animal, que se tambaleaba sin gemir y sin dejar de mirarlos mientras ellos le gritaban: “¡Salta, salta! ¡Tú sabes nadar!”

III

Para Aurorita, “los buenos tiempos” incluían la época en que entró en una academia de corte y confección y sus hermanos a un taller de marimbas. Entonces ella no pensaba en la muerte de sus padres y mucho menos en que el río iba a terminar por seducir a Pedro y a Salvador para llevárselo hacia una vida nueva.

En aquel momento comprendió lo que es la soledad. Era tanta y le parecía tan grande el silencio de la casa –me dijo Aurorita–, que llegó a bendecir el zumbido de los mosquitos. Dudaba considerarlos con tanta benevolencia ahora que, después de tantos años, volvería a su tierra para rencontrarse con sus hermanos y hacer las paces con el río.

Avergonzada, me confesó que durante años había odiado al Grijalva por considerarlo responsable de la separación de sus hermanos y el desorden en su vida; que muchas veces había frecuentado sus márgenes para maldecirlo y arrojarle basura. Era el momento de reconciliarse con el río, al que sus abuelos y sus padres consideraban un ancestro venerable.

Aurorita prometió tomarse muchas fotografías con sus hermanos junto al Grijalva. Si logró hacerlo y estuvo en condiciones de conservarlas, supongo que acabará metiéndolas en las cajas donde permanecen guardadas, a salvo de la luz y la humedad, las fotos que le recuerdan los buenos tiempos en que ella no imaginaba la muerte de sus padres, el alejamiento de sus hermanos, la desaparición de bosques y manglares, y mucho menos la nueva furia del agua.

IV

En el remoto caso de que Aurorita llegara a leer esta página, quiero decirle que desde que empezó la tragedia en Tabasco miro estremecida las imágenes del desastre que aparecen en la televisión y en los periódicos. Cada vez que veo a grupos de personas que hundidas en el agua o desde los techos claman por justicia, procuro descubrirla entre los sobrevivientes. Hasta el momento mis esfuerzos han sido inútiles.

También son estremecedoras las imágenes de los animales muertos o abandonados. La otra noche vi la de un perro blanco tambaleándose sobre una mesa que era arrastrada por la corriente. Lo peor de todo era el silencio del animal y su indefensión ante el desastre. Si Aurorita vio la escena, de seguro habrá recordado a Valdo.

Anoche subí al cuarto de Aurorita. Al ver su máquina pensé en la muchas personas que en Tabasco se resisten a abandonar sus casas por temor a perder los objetos que forman parte de su vida y les recuerdan –como a mi amiga– los buenos tiempos antes de que las aguas despojadas de sus cauces expresaran su furia.

 
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