Usted está aquí: domingo 11 de noviembre de 2007 Opinión La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil
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El gran silencio

Para filmar El gran silencio (Die grosse Stille), un documental sobre la orden de los monjes cartujos en un monasterio enclavado en los Alpes franceses (Saint-Pierre de Chartreuse, Isère), el director Philip Gröning tuvo que esperar 16 años para obtener la autorización de los padres (misma que fue concedida hace apenas cinco), y sujetarse a estrictas condiciones de rodaje que incluían la prohibición de utilizar luz artificial en el interior del monasterio y alterar de modo alguno la rutina de los monjes. No debía intentarse ninguna entrevista ni tampoco hacer comentarios sobre lo que se registraba. En esta orden los religiosos guardan voto de silencio durante toda la semana y toman sus alimentos en sus celdas; el silencio sólo es roto los domingos durante salidas al campo o a lo largo de sesiones colectivas de canto y juegos. Nada sabrá el espectador sobre el pasado de los monjes ni las motivaciones que los llevaron a elegir la reclusión. No hay lugar para disquisiciones sobre teología ni tampoco información sobre los orígenes de la orden. “Para Dios no hay pasado, sólo presente”.

El documental mantiene el mismo tono de austeridad que priva en el monasterio. A lo largo de seis meses de filmación Gröning captura las faenas cotidianas de los religiosos, desde las labores de jardinería hasta la reparación de calzado; la plegaria continua y la observación meticulosa de los rituales. Dice un monje: “Sin los símbolos y la liturgia estamos perdidos”.

Lo que se observa en El gran silencio es el tiempo increíblemente detenido. El silencio como la disciplina más estricta en una orden que tiene casi mil años de existencia (San Bruno la fundó en Colonia en 1084). ¿Cómo filmar ese silencio, ese clima de austeridad, limitando siempre la expresión de un punto de vista? Gröning intercala en las largas secuencias de esta cinta de casi tres horas de duración frases místicas que sirven de comentario y contrapunto a lo que registra la cámara. “Tú me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir”. O más adelante, algún precepto evangélico: “quien no renuncie a todos sus bienes y esté dispuesto a seguirme, no podrá ser mi discípulo”.

La cámara digital de Anthony Mantle consigue proezas en sus tomas de interiores: un gusto por los detalles y la composición (puertas, quicios, ventanas), por las atmósferas (polvo, nieve, texturas, manejo de la luz y de las sombras), por el registro del paso de las estaciones y el modo en que las condiciones climáticas transforman gradual y levemente la rutina monástica. La relación hombre/naturaleza queda así capturada de modo a la vez vigoroso y sugerente. Se contrastan las perspectivas de pasillos y bóvedas del monasterio con escenas de contemplación de los rostros, o detalles corporales de los religiosos, todo con un elaborado registro de la iluminación natural a distintas horas del día. El resultado consigue evocar algunos cuadros de la pintura flamenca.

En este ejercicio de contemplación, que sigue de cerca el ritual cotidiano de la orden, el espectador se deja cautivar con toda naturalidad por los textos evangélicos: “Ved que yo me hice hombre; si os negáis a volveros dioses conmigo, seríais injustos conmigo”. Gröning consigue la proeza definitiva: con las restricciones inevitables en el rodaje, pero con una formidable intuición artística, la larga duración de la cinta apenas se deja sentir. Lo que este filme solicita del público no es muy diferente de lo que la orden de los cartujos pidió al realizador: paciencia y respeto, y la capacidad de asombrarse con el ascetismo y el misterio de existencias singulares.

 
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