Usted está aquí: jueves 8 de noviembre de 2007 Sociedad y Justicia “Nada más oímos cómo tronó, luego el agua se nos vino encima, y a correr”

En Juan de Grijalva aún no asimilan la tragedia que dejó el deslave del cerro

“Nada más oímos cómo tronó, luego el agua se nos vino encima, y a correr”

Llegan buzos de la Marina especializados en rescates; difícil búsqueda de cuerpos

“Nos dijeron que nos iban a ayudar para enterrarlos, pero no nos han dado nada”

Alonso Urrutia (Enviado)

Ampliar la imagen La búsqueda de cuerpos en el Grijalva no es nada fácil, pues la visibilidad en el agua es nula. "Es a puro tacto", dice un marino La búsqueda de cuerpos en el Grijalva no es nada fácil, pues la visibilidad en el agua es nula. “Es a puro tacto”, dice un marino Foto: Francisco Olvera

Juan de Grijalva, Chis., 7 de noviembre. El zapapico se hunde en la tierra por enésima vez y por fin descubre el rostro del cadáver. “Es la mamá de Porfirio”, murmura un lugareño a los policías que tienen rato desenterrándola. Es el tercer cuerpo rescatado hoy, pero aún faltan muchos.

En el pueblo la tristeza no acaba de irse, pero ha comenzado a dar paso a la resignación y la esperanza de al menos hallar los 28 cuerpos que faltan y que andan desperdigados en los alrededores de lo que fue este pueblo golpeado por la “mano de Dios”. Así, nada más, porque nadie encuentra razón de qué es lo que pasó, de repente tembló la tierra y regó el agua por todo el pueblo para llevarse a muchos que no ha devuelto hasta hoy.

Los relatos sólo tienen lógica colectiva hasta las 8 de la noche del domingo pasado. Gran parte del pueblo apenas salía del templo adventista de La Esperanza que existía en el centro de la comunidad. Habían acudido al llamado para organizar una nueva campaña de predicación; otros, los menos, estaban en sus casas que ahora ya no existen.

Luego, rugió la tierra y vino el caos. Hay quienes dicen que hubo un tronido monumental, otros que “comenzó a ronronear en las entrañas del pueblo”, como que algo se movía y empezaron a correr; algunos más que los animales avisaron por instinto y en su huida –confundida con un nuevo robo de ganado– salvaron sus vidas. Todo eso hasta que llegó el terraplén con toda la fuerza, vino la gigantesca ola que desapareció gran parte de la comunidad y “es hora que no nos devuelve sus cuerpos”.

Nada más “oímos cómo tronó y luego sentimos que el agua se nos venía encima, y luego a correr como podíamos para que no nos alcanzara. El hermano Amado nada más nos jalaba a las dos para que no pararamos de correr porque nos llevaba el agua. Así nos fuimos por toda la orilla; el agua que nos jalaba y Amado que nos levantaba y otra vez a correr hasta que ya todo paró”, relata, casi sin parar, Marlén Sánchez, quien fue rescatada con su tía.

Terrible amanecer

Luego, una larga noche de horror y llanto, hasta que llegó ese insólito amanacer, con el pueblo que ya no era el mismo, con los montes verdes convertidos en montones de piedras y tierra, con las casas y el templo que ya no estaban más, pero sobre todo con los parientes que tampoco se encuentran.

En medio de las ruinas, buscan a los que faltan. Ahora el recuento de desaparecidos, que ya se dan por muertos, porque después de lo que pasó no creen en “milagros y seguro que ya no aparecerán vivos”.

“Discúlpeme, pero aún traigo meneada toda la cabeza. No hallo a mi hijo ni a mis dos nietas”, relata Hermenegildo Hernández, que ya ronda los 70 años y quizá por ello, o por la dimensión de los hechos, no alcanza a recordar pasajes de lo sucedido e incluso titubea al hablar de sus nietas.

Hay que hacer un esfuerzo de reconstrucción mental para comprender las descripciones de los lugareños sobre lo que fue su pueblo. Imaginar el templo adventista del que sólo queda el piso donde ahora aterrizan algunos de los helicópteros.

“Donde está parado el otro helicóptero, era la casa de Crispín”, el hijo de Hermenegildo, que desapareció con sus hijas en la vorágine de agua y tierra en que se convirtió Juan de Grijalva la noche del domingo.

Su hermano Matías, un adolescente que parece no salir aún del trance emocional que le provocó la tragedia, sólo lanza frases sueltas sobre lo sucedido: que a Crispín lo vio un día antes, que las niñas tenían casi 10 años, que su madre está en Pichucalco recién operada pero al tanto de que ya se murió su hijo.

Sin mediar pregunta dice que por fin el domingo había parado de llover después de casi una semana de chubascos, pero supone que eso fue demasiado tarde, si es que la lluvia provocó este desastre. Tiene la mirada perdida en el horizonte, como intentando reconocer lo que era la comunidad en donde ahora hay personal de la Marina y policías chiapanecos buscando cuerpos.

Porfirio Díaz, cuya madre acaban de desenterrar, también se cuenta entre los muertos que encontraron hoy y que yace a la orilla del río, debajo de un montón de hojas que pudorosamente le han colocado los parientes para no dejar al aire el estado de descomposición en que se encuentra.

–¿Cuánta gente vive en el pueblo?

–No le sé decir –responde Hermenegildo–, eso sólo lo sabe el comisario municipal.

–¿Y dónde está?

–También se murió.

Lo cierto es que casi en cada familia de este pequeño poblado hay uno, dos o quizá más parientes fallecidos. Cristóbal López da por muerto a su hermano Roberto y a su sobrina, Lorena. El resto de la familia se salvó porque ese domingo habían ido a una boda, y él mismo, que a la hora del tronido apenas venía en camino.

Hoy llegaron desde Tabasco elementos de la Marina, buzos especializados en rescates para sumergirse en estas aguas turbias, saturadas de piedra y lodo para buscar a los cadáveres que terminen por tranquilizar a la comunidad, inquieta por sepultarlos conforme a los rituales religiosos.

Juan Carlos Flores, segundo maestre de trabajo marino, con 16 años de experiencia en el buceo, anticipa que la tarea no será nada fácil, pues la visibilidad en el agua es prácticamente nula. “Va a ser a puro tacto”, dice, para dar una idea de las complicaciones que tendrá el rescate de los cuerpos.

¿Por dónde empezar? No sólo está el agua turbia, sino los montones de tierra que se removieron en el extraño suceso del domingo por la noche. A la madre de Porfirio Díaz, Emilia Ovilla, la hallaron por obra de la casualidad los escasos policías de Chiapas que hay en el lugar.

Rondando entre el montón de piedras y tierra removida alcanzaron a ver la mano de esta anciana.

Cristóbal López está a la orilla del río desde hace un par de horas, esperando la ayuda que le prometieron, para enterrar a su hermano, que hace horas está tendido bajo las ramas. “Nos dijeron que nos iban a ayudar para enterrarlos, pero no nos han dado nada. Quiero ver cómo lo voy a sacar de aquí para darle sepultura”.

Al momento en que el helicóptero de la Marina que llevó víveres y agua despega de nuevo, los cuerpos ahí seguían, entre las ramas, hasta que por fin llegue el apoyo para su traslado.

 
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