Usted está aquí: jueves 8 de noviembre de 2007 Opinión Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba
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Hipérbole: Kyoto, 1999

Ampliar la imagen Trabajadores descargan varios ejemplares de atún azul en el puerto de Ensenada. Imagen de archivo Trabajadores descargan varios ejemplares de atún azul en el puerto de Ensenada. Imagen de archivo Foto: Ap

En la página 13 de It must have been something I ate, del jefe Steingarten hay una pregunta: “¿Dónde estabas la primera vez que probaste o-toro?”, es decir, la mejor parte de la panza del atún, que es la más cercana a la cabeza (la parte media y la más cercana a la cola es de mediana calidad: se llama chu-toro; en italiano, al menos en un diagrama anatómico de 1919, la panza se llama ventresca o sorra bianca, el chu-toro es el tarantello y el o-toro, al parecer, el spuntatore). Él dice que estaba en Los Ángeles en 1990, en el restaurante Ginza Sushiko.

II

Las calles de Kyoto están mojadas de una lluvia necia, indestructible, que parece caer desde siempre aquí y forma una tela vertical de ceniza tangible. Para mí no hay nada más lejos que esta ciudad: avanzar un poco más hacia el este sería empezar a regresar a México, pero en México todo está seco, herido o muerto en este momento de 1999 y acaso allá llueve más que en Kyoto, y en México no existe la calle Gokomachi ni este restaurante cuyo nombre ya he perdido, ni este cubículo hecho de unas cuantas sosegadas líneas blancas y dos paredes de papel y en cuyo centro hay una mesa de madera casi negra y en cuyo frente se abre un ventanal hacia un jardín que la lluvia no inquieta: lo fija más en el tiempo y acaso en la memoria.

En El Zahir, Borges refiere esta noticia que tal vez no es falsa: “Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz.” Tal vez la cocina kaiseki de Kyoto exija protocolos similares: comer o no la pieza entera en cada bocado, cuánto extender las manos y cuál mano usar para cada movimiento, cuál lado de los palillos presentar (yo, por si acaso, al recibir el primer sake adopto un aire grave; al recibir el segundo, un aire respetuoso y feliz). Todo me revela mi increíble torpeza, mi monstruosidad: la mesera es como un fantasma amoroso e interminablemente triste, el invierno es de una imposible levedad, también los platos, los tazones, los cálices, los palillos de un ilustre café oscuro... Y el drama, la dislocación (pero cualquiera de esos sustantivos es demasiado enorme, demasiado escandaloso, demasiado cacofónico para esta tarde de Kyoto) de los platillos está en su detalle: hay un plato con forma de hoja recién caída sobre el que descansa un pequeñísimo callo de hacha asado durante veinte segundos y aderezado con unas gotas de jugo de bambú; hay una cubierta brillante de yema de huevo sobre dos camarones bebés en el fondo de un tazón que me hace temblar la mano; hay un pulpo pequeño como la mano de un niño que repite en eco la textura de la piel de tofu; hay un ramito de cebolleta y hongos que son un poco de brisa sobre el plato; hay nimono: un caldo hecho de un contacto instantáneo de hojuelas de bonito: viene bajo un domo resonante donde se esconde un vapor valiosísimo; hay yakimono de ayu, un pescado ligerísimamente dulce, pasado por un grill; hay una guirnalda de trozos de pescado crudo: cubos, rectángulos, rombos, arabescos de caballa, ayu y también, como si nada, o-toro de atún aleta azul.

Entonces lo probé. Es así: rosa tendiente al rojo, atravesado por líneas constantes, ondulantes, finas, color crema, de grasa; casi no huele a mar o a mí no me alcanza el olfato para descubrirlo; lo pones en la boca y es, primero, como si te pusieras una segunda lengua, más fría; después entra el sabor: casi no sabe a pescado, tiene un suave dejo de carne; su textura es fundente, húmeda, fresca. No hay ninguna otra cosa así. Es cierto lo que dice Steingarten: algo sucede en la mente la primera vez que se prueba o-toro. La mesera, el tatami, el restaurante, el quieto jardín y Kyoto desaparecen, México muerto desaparece también; pasan por el cerebro grandes bancos voraces de atunes azules que cazan como lobos lo que encuentran: sardinas, calamares, arenques; interminables generaciones de atunes, poblaciones de atunes con visión binocular, oído agudísimo, sensores de presión en la piel, partículas magnéticas que acaso sirven de brújulas; atunes de seiscientos kilos nadando siempre, siempre, con su forma perfecta, ovoide, las aletas planas, retraídas, atunes incapaces de detenerse, de Baja California al Japón, a Portugal, a Noruega, siempre hacia delante por los mares populosos porque si un día los atunes se detuvieran morirían de asfixia... Luego vuelves a abrir los ojos (todo el o-toro consiste en un bocado o dos) y el presente, la realidad y el olvido empiezan a trabajarte otra vez.

 
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