Usted está aquí: jueves 8 de noviembre de 2007 Opinión Julieta Campos

Margo Glantz

Julieta Campos

En Muerte por agua (1965), su primera novela publicada, La Habana es una ciudad mítica, el teatro de un nuevo diluvio universal, rodeada por el mar e inundada por la lluvia; en medio, aislada como pleonasmo, una casa que la humedad permea, disolviéndola poco a poco, como a los personajes que la habitan: “Pero de repente todo es inútil, dice uno de ellos (...) Es como tocar la lama resbalosa de unos escalones mojados cuando se mete uno en una poceta de rocas o acariciar la superficie arrugada de un árbol que hubiera crecido debajo del agua”.

En la casa, los personajes languidecen, se carcomen como los herrajes de las casas junto al mar y La Habana toda, ayer y hoy: “La lluvia se desplazaba o se extendía a los alredores de la ciudad, hacia el Sur, hacia el Oeste (...) A veces en medio de la vegetación se abría una piscina, cubierta de hojas secas, de pencas desprendidas de las palmas, de insectos muertos, del polvo acumulado durante años (...) Esas casas, esos jardines tenían habitualmente un aspecto lastimoso, casi patético. Pero cuando llovía parecían recuperar su propio escenario, como si estuvieran hechos de la misma sustancia, potencialmente diluibles, susceptibles de fundirse, como si sólo entonces encontraran su verdadera naturaleza”.

¿El caos primordial?

A Julieta le gustaba lo evanescente: privilegió al agua como tema de sus relatos y a los gatos: “Los gatos eran para ella –según lo dice en su introducción a Celina o los gatos– esos seres suaves, ondulantes, crueles y tiernos, siempre imprevisibles, solitarios y nocturnos que introducen en nuestro mundo cotidiano el ámbito de lo desconocido”. Y son los animales los que dividen a la pareja del cuento, los que erosionan la relación casi incestuosa entre los amantes: “Los gatos vivían en las sillas, en la alfombra, en la cama de Celina (...) se encontraba de una manera primitiva, infantil y extraña en los gatos, se identificaba con ellos. Se dejaba seducir por algo que los gatos corporizaban, volvían sólido y completamente presente (...) Celina me era infiel con los gatos”.

En el cuento se anticipa ya el predominio de lo visual, condensado en una visión panorámica, desde un mirador privilegiado: “En este departamento de un sexto piso con vista al mar (...) y a la avenida, que tanto me gusta, con doble fila de palmeras en el centro...”, una mirada bifurcada cuya duplicidad abarca lo natural y lo artificial, en las ciudades tropicales casi indisociables. El narrador contempla tanto a la ciudad como al mar, mientras Celina se encierra en una habitación especialmente decorada con objetos exquisitos y anticuados, luego invadida y dominada por los gatos y por Lidia, personaje misterioso, quien protector de la joven se vuelve cómplice de los felinos.

Diríase que dentro de esa habitación, semejante en apariencia a las habitaciones inglesas descritas por James o Woolf, se propician extraños rituales cuya ejecución destruye la evocación, es decir, se cancela cualquier semejanza con interiores victorianos y se ofician en cambio salvajes ceremonias reminiscentes de la santería o del vudú: “Una gran alfombra negra, con guirnaldas de flores enormes, rosas rojas y follaje verde, con un fleco blanco alrededor, cubría casi todo el suelo (...) Tuve la impresión de contemplar la representación de una pieza mala y sofisticada, pero sin embargo trágica (...) Estoy seguro que los mismos muebles, en otra parte, me habrían producido un efecto muy distinto (...) La ventana también tenía unos visillos blancos, pero aquel día, y yo creo que siempre, las gruesas cortinas verdes estaban casi cerradas sobre los visillos y la luz del sol, por muy fuerte que estuviera, se convertía en una penumbra verde, que se iba haciendo sombría a medida que pasaba el día y caía la tarde”.

Esta descripción anula el encierro, resalta la intimidad entre lo animal y lo humano, y por ello mismo mimetiza la habitación de Celina con la naturaleza tropical, implícitamente destructiva y salvaje, antes descrita en Muerte por agua.

En la introducción a este libro ya se advierte uno de los elementos reiterativos en la obra de Julieta, la acumulación de referencias culturales, casi un inventario, que se van entrecruzando para sostener el tenue tramado del relato, implícitas en Muerte por agua y explícitas en Celina, ya definidas, aunque esbozando distintas técnicas narrativas en cada una de ellas, en las novelas Tenía los cabellos rojizos y se llamaba Sabina (1974) y El miedo de perder a Eurídice (1979).

 
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