Usted está aquí: domingo 4 de noviembre de 2007 Opinión La cambiadora de páginas

Carlos Bonfil
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La cambiadora de páginas

Melanie Prouvost (Julie Richalet), diez años, aspirante a pianista, cifra todas sus esperanzas profesionales en el examen que le permitirá continuar sus estudios en un conservatorio de música. Un descuido en la atención de uno de los jurados, la renombrada pianista Ariane Fouchècourt (Catherine Frot), hace perder el control a la estudiante y en un instante le cancela sus ambiciones artísticas y le transforma la existencia. Una década después, la misma joven se las ingeniará para introducirse, primero como ayudante doméstica temporal, luego como cambiadora de páginas, en el hogar de la responsable de su fracaso, donde lentamente urdirá una refinadísima estrategia de revancha.

La cambiadora de páginas (La tourneuse de pages) es el quinto largometraje de Denis Dercourt, antiguo profesor de música y ejecutante de viola, quien luego de abordar en sus largometrajes anteriores temas relacionados con la inspiración artística, consigue con la presencia de dos actrices estupendas Catherine Frot (La dilettante, Pascal Thomas, 1999) y Deborah François (la joven madre desposeída en El hijo, de los hermanos Dardenne), y un guión suyo y de Jacques Sotty, armar una intriga de suspenso sin vueltas de tuerca efectistas ni desbordamientos melodramáticos, ni tampoco la truculencia de cintas tipo La mano que mece la cuna (Hanson, 92).

Lo que explora Dercourt es la fragilidad de las emociones humanas y la manera insidiosa en que un proyecto de venganza personal puede poner en crisis a una familia aparentemente estable. Un tema cercano al cine de Claude Chabrol, en particular a La ceremonia, notable película sobre el rencor social, interpretada por Sandrine Bonnaire e Isabelle Huppert, o de modo todavía más perturbador, al cine del austríaco Michael Haneke (La pianista).

El tono dramático en La cambiadora de páginas es mucho más contenido, y aunque muy pronto sugiere la posibilidad de un desenlace trágico o de un desarrollo violento en la trama, jamás se aparta de la sobriedad en su descripción de personajes y acontecimientos. Melanie no busca en realidad destruir a una familia, ni tampoco a la mujer a la que juzga responsable de su mayor frustración en la vida; sólo parece albergar un propósito de rectificación social: equiparar en lo posible la suerte de una clase privilegiada a la suerte de su propia clase, susceptibles ambas de compartir la misma vulnerabilidad emocional y la misma capacidad de fracaso existencial.

El director opone así, desde las primeras escenas, la condición obrera de la joven (su padre carnicero, su educación rural), al refinamiento de la familia de la pianista (esposa de un abogado exitoso, madre de un niño sensible que también se ejercita en el piano). Melanie se introduce en este medio burgués como un elemento corrosivo capaz de precipitar su ruina. La exploración del tema de la vulnerabilidad emocional tiene como corolario la labor de seducción amorosa por medio de la cual la joven pretende obtener la capitulación total de Ariane, objeto de su admiración y de su odio.

En una cinta alemana reciente, Pingpong, de Matthias Ludhardt, un adolescente era el portador de un caos parecido en el seno de una familia burguesa, introduciéndose en ella como invitado, seduciendo a una mujer madura, sembrando la desolación a su paso. Todo por un oscuro ajuste de cuentas vinculado con la frustración y la propia pérdida de la inocencia. ¿Rencor social, envidia profesional, mediocridad moral? El director de La cambiadora de páginas no ofrece mayores explicaciones, y sólo se limita a seguir de modo elegante y con el apoyo de temas musicales de Bach, Schubert y Shostakovich, la trayectoria de una joven rencorosa que, sin mayor traza de desquiciamiento mental o de algún apetito criminal, perturba todavía más por su inteligencia calculadora y su infinita capacidad de desprecio.

 
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