Usted está aquí: jueves 1 de noviembre de 2007 Opinión Una relación pornográfica

Olga Harmony

Una relación pornográfica

Mario Moncada adaptó el guión de Phillippe Blasband para la película dirigida por Frederic Fonteyne en 2000 siguiendo el tema, aunque le da mayor movilidad escénica al pedir más lugares que en el original y al hacer intervenir a algunos personajes más, sobre todo a la escritora –que en el filme es un enigmático hombre que no aparece– a la que los protagonistas narran su historia. Rozando por momentos la idea central de la cinta de Bernardo Bertolucci El último tango en París acerca de que el sexo escueto y frecuente entre dos personas no es posible sin que se establezca algún tipo de dependencia amistosa y sentimental, Una relación pornográfica se aparta del todo al plantear la diferencia entre sexo y amor y la negativa de asumir un compromiso por parte de este hombre y esta mujer, sin mayor historia ni antecedentes, simplemente Él y Ella que se han visto y realizado el acto amoroso durante un tiempo considerable. Es muy posible que las buenas conciencias se ofendan ante esta historia de la posibilidad de realizar las fantasías sexuales sin verdadero sentimiento profundo, compromiso y sensación de culpa, pero es un hecho que se da sobre todo entre las nuevas generaciones.

En esta adaptación de Moncada, tanto Él como Ella se encuentran siempre presentes, aunque cada uno relate su parte de la historia a la ubicua escritora de manera muy personal, como si el otro no estuviera, en varios espacios –sobre todo el estudio de la escritora, el café de los encuentros y el gran lecho del hotel– con el añadido de otros personajes que escenifican el relato que a ellos se refiere. A esta gran abstracción no realista corresponde una escenografía diseñada por Jorge Kuri Newmann que al principio desconcierta por esas blancas paredes con rectángulos de colores de diferente tamaño, pero que después se entiende porque el mobiliario, también en colores y con líneas negras que lo delimitan, entra y sale por algunos de esos rectángulos, como parte de los mismos, a veces dejando el espacio vacío. A ello se añade una puerta giratoria al fondo que tendrá importancia en el trazo escénico.

Iona Weissberg dirige con gran precisión en este espacio, haciendo que sus actores confluyan sin verse necesariamente –Él y Ella con la escritora– o moviendo los muebles que entran y salen de las paredes para dar cada ubicación. El principio, con la escritora sentada en medio y de espaldas en una alta silla, mientras los protagonistas se encuentran a cada lado, es ya un indicio de la manera en que se va a desarrollar la historia, en que no faltan datos de humor, como los tequilas que pide Él ante la propuesta de Ella o la primera escena del hotel. Ésta es una de las más explícitas secuencias sexuales que podamos ver en teatro, pero la verborrea casi incontinente de Ella –de espaldas y sobre su pareja– y las diferentes reacciones de Él resultan muy graciosas. El tema de la imposibilidad del amor y el compromiso de ambos –con momentos de gran sensibilidad como el efecto que les produce la historia del viejo y la reflexión a que los conduce acerca de sus propias vivencias– tiene esos matices de humor y algunos de ternura.

Con el apoyo de la música original de Claudio Yato –con el material de un disco que acaba de grabar– y un eficaz vestuario de Adriana Olvera, que con algún añadido convierte a la escritora en otros personajes y que, por su sobriedad, no revela nada acerca de las características, como la ocupación o estado económico de los protagonistas, dejándolos en la pura esencia de la relación que están narrando (sin cambios de ropa porque todo es retroactivo al momento presente en que hablan con la escritora) la directora conduce a sus actores con gran sentido del tempo y de los ritmos de cada escena, por todos los laberintos de sus personajes aun en los desplazamientos en que cambian la ubicación de los muy escasos muebles. Hernán Mendoza es el hombre común, capaz de dar rienda suelta a su sexualidad, pero también de angustiarse por la ausencia de ella o de relatar con gracejo algún cuento de Las mil y una noches en una más de sus excelentes actuaciones. Las dos actrices alternan papeles y en el estreno Anna Ciocchetti encarnaba a Ella con propiedad y misterio, capaz también de amistosa ternura, mientras Natalia Traven era tanto una seria escritora que escuchaba a los otros como doblaba interpretando a una mesera, un viejo, una enfermera y la señora Olivié de manera muy eficaz.

 
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