Usted está aquí: martes 30 de octubre de 2007 Opinión Almejas

Pedro Miguel
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Almejas

Los españoles recibieron ayer por la mañana un regalo precioso: en una década la esperanza de vida se les incrementó más de dos años, para situarse en 80.23. Eso dijo el Instituto Nacional de Estadística, que concedió existencias promedio de 83.48 a las mujeres, y de 77 años menos 15 días a los hombres. Tal vez la desaparición de ETA, el fin de las misiones militares a países como Afganistán y la prohibición de las pamplonadas contribuirían, así fuera por disminución de los ataques cardiacos, a sumar unos días a estos indicadores espléndidos. No está nada mal, si se considera que un español nacido en 1900 tenía derecho a permanecer en este mundo, en promedio, 35 años. Gonzalo Queipo de Llano, José Sanjurjo, Emilio Mola y Francisco Franco incidieron, y mucho, en esa insoportable brevedad del ser, pues la guerra que emprendieron en 1936 provocó, en el trienio siguiente, que uno de cada 50 españoles (medio millón) ingresara a la estadística de manera precoz. Pero eso ya pasó y de algo tenía que servir la democracia, la integración a la Unión Europea y la proliferación de trasnacionales bancarias y energéticas con sus negocios más jugosos aquí que allá.

No es ironía ni envidia: según datos de nuestro INEGI, la longevidad de los mexicanos (o su capacidad de sobrevivir a la economía) ha tenido un incremento tan espectacular, o más, que la española: de 1930 a la fecha, la esperanza media de vida pasa, en este lado del Atlántico, de 33 y 34.7 (hombres y mujeres), a 72.6 y 77.4, respectivamente, en el año 2006. Aquí la guadaña no era operada por alzados fascistas, sino por enfermedades contagiosas y materno-infantiles. Es significativa la diferencia entre Baja California y el Distrito Federal, con existencias promedio de 75.5 años, y Chiapas, Veracruz y Guerrero, donde la vida dura 24 meses menos. Hay que tomar estos números con alguna cautela porque la institución que los emite fue convertida –y quién sabe si haya intenciones de devolverla a su función original– en el principal centro de producción alquímica de Foxilandia: recientemente, Julio Boltvinik y Araceli Damián hicieron ver que si los números del INEGI sobre reducción de pobreza fueran ciertos, los campesinos mexicanos vivirían como los suizos.

El panorama global no deja, por cierto, mucho margen al optimismo: el paso de un suazilandés por este planeta globalizado dura menos de la mitad (33 años) que el de un japonés (82), y el abismo sigue creciendo. O Dios se desempeña con una indolencia inaudita o la economía planetaria es extremadamente canalla.

Como sea. Por primera vez en la historia, los españoles han sobrepasado el umbral de longevidad de los loros y los elefantes; si no hay un exceso de silicón en los datos, los mexicanos se aproximan a esas marcas.

En junio, en el zoológico de Australia falleció Harriet, una tortuga gigante de las islas Galápagos que perteneció a Charles Darwin y que tenía unos 175 años. Poco antes, en Calcuta, exhaló su último suspiro Adwaita, otro quelonio monumental que fue obsequiado al general inglés Robert Clive en 1775; hagan cuentas. Pero la fugacidad de la vida humana –a pesar de la democracia y la penicilina– se pondera con más claridad frente a una almeja descubierta hace unos días en las costas de Islandia por científicos galeses. La vida de este bicho puede datarse con precisión porque ostenta en su concha anillos anuales de crecimiento, tan precisos y confiables como los que se ven en el corte transversal de un árbol: 410 años. Durante su existencia el molusco pudo abarcar sucesos tan distantes entre sí como los montajes originales de Shakespeare y la ejecución de Saddam Hussein. Pero, para bien o para mal, a las almejas no les interesan las noticias, ni el teatro, ni ingresar a la Unión Europea, ni falsificar cifras sobre pobreza, y nadie les ha comunicado el angustioso peligro que los platos de paella representan para su especie. Pensándolo bien, tal vez esa falta de obligaciones y de tensiones explique, al menos en parte, su longevidad: padecen un estrés mucho menor que el que sufren los mosquitos, los venados y los ministros del Interior, y su ocupación básica en este mundo es aspirar y expulsar agua salada a través de las valvas. El problema es que en el bando humano son muy pocos los que se interesarían por vivir cuatro siglos en una forma tan aburrida.

 
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