Usted está aquí: domingo 28 de octubre de 2007 Opinión El autoengaño y la callada

Rolando Cordera Campos

El autoengaño y la callada

Las repetidas incursiones de Fox en la manipulación de las cifras de la economía y del empleo parecían insuperables muestras del nivel tan bajo a que había llegado el autoengaño como práctica presidencial. Hoy debemos admitir que en esta materia tampoco parece haber fondo. La autocongratulación cotidiana del secretario de Hacienda contrasta con la evidencia del lento crecimiento, mientras se hace celebrar al licenciado Calderón magnitudes de ocupación que de ser correctas sólo revelarían el triunfo definitivo de la changarrización foxiana y la confirmación de que México vive una crisis catastrófica de productividad.

Por fortuna, empieza a circular la insistente sospecha de que en algún momento, no muy lejano, perdimos el rumbo y escogimos una senda equivocada que se volvió costumbre y sabiduría convencional y, para muchos, pensamiento único. Las cuentas externas no resultan en mejor crecimiento interno, la distribución del ingreso nos vuelve impresentables en los foros internacionales, y la necesidad de revisar el desempeño del Estado parece una necesidad imperiosa para quienes desde la empresa, la política o la academia buscan ir más allá del presente continuo que tanto entusiasmó a los profetas neoliberales.

Hace unos días, un selecto grupo de economistas profesionales advirtió sobre la necesidad de recuperar el mercado interno como factor de defensa del país frente a las veleidades hostiles del ciclo económico estadunidense. “Urge –cabeceó El Economista (22/10/07)– una agenda para fortalecer el mercado interno”, como lo propusieron Mauricio González, de GEA; Gerardo Cruz, del IMEF, y Antonio Castro, del CAPEM.

De cómo hacerlo y por dónde empezar habrá que reflexionar y decidir en breve. Por lo pronto, digamos que resulta difícil imaginarlo sin un aumento sustancial de la inversión pública en áreas estratégicas disparadoras de empleo y demanda, y sin una elevación del salario mínimo. El grosor y la dinámica del mercado dependen del empleo, y aquí está el talón de Aquiles de nuestra globalización. Descansar, como hasta la fecha, en una ocupación que implica más y más horas trabajadas y más miembros de la familia buscando ingresos, es salida falsa y corrosiva.

Por su parte, el denodado cruzado de la competencia Eduardo Pérez Motta convocó a recuperar la capacidad regulatoria del Estado “para salvaguardar los intereses públicos” (El Economista, 26/10/07). Si eso bastará para tener un Estado promotor del desarrollo y la cooperación social habrá que verlo, pero hasta para los guardianes de la vela perpetua del mercado parece claro que sin un Estado capaz de intervenir, invertir y redistribuir, la barca mexicana no saldrá de su círculo de mediocridad y hastío.

A su vez, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional han tenido que reconocer, con la típica arrogancia del poder, ahora hispanizado, que la globalización no toca la misma tonada para todos y que para nosotros ha implicado mayor desigualdad, abandono masivo del campo y, sobre todo, un desempeño mediocre del crecimiento económico. Así, debajo de la apertura al mundo y el mercado que tanta admiración nos ha acarreado, han estado un persistente desperdicio de nuestras capacidades instaladas o adquiridas, y la huída de los más bravos de nuestros jóvenes, algunos altamente educados y otros apenas por encima de la media nacional, pero todos en condiciones de volverse pronto altamente productivos en un entorno económico distinto.

Por años se ha advertido sobre la insuficiencia del salto exportador como catalizador de un duradero paso adelante en nuestras fuerzas productivas. Se analizó la fragilidad de un boom de ventas externas colgado del ciclo estadunidense, de la devaluación de entonces, y de la importación masiva de bienes intermedios, que arrinconaba los eslabones industriales creados y llevaba a soslayar la necesidad de crear nuevos anillos que concretaran y difundieran internamente las ganancias externas.

Se alertó también sobre la ampliación de la brecha entre el norte y el sur y se documentó la manera subversiva como las regiones abandonadas se ajustan al cambio y las crisis por medio de la migración sin cauce ni recepción adecuada en las zonas en desarrollo. El resultado ha sido el caos urbano en la frontera norte y la devastación social y comunitaria en muchas de las áreas incorporadas a la internacionalización económica. Por paradójico que suene, el gran veredicto sobre las contrahechuras del cambio globalizador se encuentra precisamente en las regiones que con más intensidad se incorporaron al dinamismo exportador, y que no se prepararon para pagar la factura de su extrema desigualdad en ritmo y capacidad de absorción y alivio de los afectados.

La respuesta a estas advertencias fue las más de las veces la callada, cuando no su condena sumaria por poco modernas o nostálgicas de una historia convertida en leyenda negra por el neoliberalismo triunfante. Ahora llega la hora de hacer las cuentas y pasarle la factura a ese absurdo ejercicio de autoengaño en que se embarcaron los grupos dirigentes del Estado y la empresa.

No podemos seguir con la conseja atribuida al muralismo de que “no hay más ruta que la nuestra”, porque es claro que la que escogimos al final del ciclo y del siglo revolucionario se ha vuelto dictadura sin ilustración ni reflejos para reconocer y enmendar errores en tiempo y forma.

 
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