Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 21 de octubre de 2007 Num: 659

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El suplente
LETICIA MARTÍNEZ GALLEGOS

El que arde
TAKIS SINÓPOULOS

Las cuentas del cuento
SERGIO RIVAS entrevista con GUILLERMO SAMPERIO

Long Beach
AGUSTÍN ESCOBAR LEDESMA

En el camino: medio
siglo beatnik

ELIDIO LA TORRE LAGARES

El primer libro póstumo
de Julio Cortázar

RICARDO BADA

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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Verónica Murguía

Tristes robinsones mexicanos

La trama es antigua. La primera versión occidental está en la Odisea: un naufragio, una isla, el mar, y la voluntad de regresar al lugar de origen.

Cada época y cada lugar han producido sus propios Ulises: Simbad naufraga y queda solo y abandonado en la isla-ballena; pero logra volver a Bagdad después de un sinfín de penalidades. Cuando en 1719, Daniel Defoe dio a la imprenta su novela Robinson Crusoe, inauguró un género cuya fuerza está en la imagen del hombre solo en la isla, enfrentado con la naturaleza.

Sabemos que Robinson logra someterla. Lo imaginamos inglés hasta la caricatura, paseando por la playa con su parasol de pieles de cabra –prefiguración del inglés estereotípico–, a punto de encontrar al salvaje que uncirá a su propio destino: Viernes. Robinson personifica a la razón, a la devoción unida a la laboriosidad, a la fe en la estructura social, ideas que alcanzarían un prestigio absoluto en el siglo XIX.

Su aventura tuvo una larga resonancia: Heinrich Campe escribió El nuevo Robinson en 1799, y le siguieron robinsones suizos, canadienses, austríacos, alemanes y rusos. Julio Verne escribiría tres: La isla misteriosa, Escuela de Robinsones y Dos años de vacaciones.

En el siglo xx este optimismo fue cancelado: supimos que domeñar a la naturaleza es asunto difícil y que los europeos a solas entre “salvajes” son propensos a convertirse en déspotas homicidas. Así, William Golding nos entregó en El señor de las moscas a los niños de Dos años de vacaciones sin sus modales victorianos y su extraña, adulta inocencia.

En su novela Isla de bobos, Ana García Bergua crea una robinsonada amarga que transfigura un episodio aciago de la historia de México. Este título mordaz y ambiguo se refiere a los pájaros bobos, única fauna posible en la isla de Clipperton, “un negro castillo gótico de coral y roca perdido en el océano Pacífico” y tal vez a los pobres hombres y mujeres abandonados por el gobierno de un México que se debatía en la turbulencia de la Revolución; vidas arruinadas por defender un pedazo de roca estéril donde sólo abundaba la caca de pájaro.

Ana García Bergua se mueve con naturalidad en el México de principios del siglo xx, como ya lo ha demostrado en su novela Rosas negras. Su prosa delicada e irónica se aviene a contar con espontaneidad las historias que le interesan, a describir ambientes poblados por objetos hermosos y frágiles –candiles, armarios, sombreros, espejos– entre los que se mueven protagonistas que suelen ocultar sus impulsos bajo el espeso barniz de la educación.

En Isla de bobos, en cambio, la contención de esta autora se transforma. En algunos capítulos incluso se aleja del lenguaje lírico en boga en aquellos años –que muestra con fragmentos de El Universal y El Demócrata, entreverados sabiamente con el relato novelado– para escribir con un lenguaje desnudo y áspero. Es como si al tiempo que sus protagonistas perdieran esperanzas, salud y civilidad, la escritura de Ana se despojara de sutilezas y guiños para contar, sin eufemismos, una catástrofe.

En lugar de oponer intención y modales, una de las destrezas más llamativas de su trabajo anterior, en Isla de bobos Ana retrata a personajes enclavados en medio de un mar monstruoso que luchan abiertamente por conservar, frente a la privación, un mínimo de dignidad.

La historia es relatada casi en su totalidad por una serie de monólogos en primera persona que nos permiten atestiguar, desde diferentes puntos de vista, la destrucción a la que conduce el sueño de Raúl Soulier, el Robinson que muere en aras del honor patrio. Sueño que contrasta con la fuerza de Martina, el decoro de Luisa, la ductilidad de Esperanza y la locura del farero.

“Esperé durante mucho tiempo […], pero él y los otros se habían ido para siempre en medio del estruendo del mar, y de aquello tan enorme contra lo que no habíamos podido nunca, nunca pudimos en realidad.”

Estas palabras, casi las últimas de Luisa Soulier en su lecho de muerte, me conmueven. Creo que “aquello tan enorme”, es la Historia, y que esta novela, como se dice de los mitos, más que ocuparse de narrar los hechos con veracidad histórica, se pregunta sobre su significado.

¿Qué somos ante el vendaval de la Historia? Walter Benjamin la imaginó como un ángel cuyo vuelo nos impulsa al futuro, pero la tragedia –de Benjamin, de Clipperton, de todos– me hace sospechar que somos, quizás, inermes pájaros bobos.