Usted está aquí: domingo 21 de octubre de 2007 Opinión Luz silenciosa

Carlos Bonfil
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Luz silenciosa

Los personajes de Luz silenciosa (Stellet licht), tercer largometraje de Carlos Reygadas, pertenecen a la comunidad de los menonitas radicados en el estado de Chihuahua, cuyo idioma es una derivación del alemán antiguo con alguna filiación con la lengua neerlandesa, sus códigos de conducta son rígidos, su contacto con la población general es limitado, y su moral religiosa estricta. Fuera de alguna aproximación por medio del cine documental, la posibilidad de capturar sus costumbres y ritmo de vida parecía fuera del alcance del cine de ficción.

El tema era en todo caso poco atractivo y el riesgo de intromisión incómoda demasiado fuerte. Reygadas superó estos primeros obstáculos y se aventuró no sólo a describir una comunidad a partir de un puñado de personajes clave, sino a construir con ellos una alegoría fascinante sobre el adulterio y sus consecuencias trágicas, presentando también de modo temerario el milagro de una expiación espiritual.

Luego de una secuencia inicial que registra el paso de la noche a la mañana, con la naturaleza retomando su ciclo cotidiano en una alternancia de murmullos y silencios, y la luz invadiendo lentamente la pantalla, descubrimos a la familia de Johan (Cornelio Wall), un hombre abrumado por la falta que ha comenzado a transformar su existencia. En escenas de enorme sobriedad el espectador asiste a la revelación del secreto de este padre de familia que inopinadamente rompe en llanto. Johan se ha distanciado sentimentalmente de su esposa, se ha enamorado de Marianne (María Pankratz), una mujer comprensiva, y confía a su padre el dilema moral que a todas luces le parece sin solución posible.

Con un giro notable en la narración, Reygadas captura paralelamente las faenas laborales en el pueblo, los momentos de distracción que incluyen presenciar en el interior de una camioneta un video de Jacques Brel cantando una melodía traviesa y conmovedora. Niños y adultos se divierten con la prestación del magnífico bufón belga, y luego de este interludio musical el espectador regresa al melodrama conyugal que se encamina a un desenlace ominoso.

El director consigue de una escena a otra, a través de la observación del ritual laboral y con digresiones dramáticas, y dejando en suspenso las decisiones que cambiarán la vida de los personajes, despertar en el espectador una emoción pocas veces calibrada de tal manera en el cine mexicano. Cuando al fin la violencia irrumpe –una carretera azotada por la lluvia, los sollozos de una mujer doliente, la confusión de su rival sentimental, la desesperación del marido frente al hecho irreparable–, el cine de Reygadas alcanza una fuerza dramática que sólo las últimas secuencias de Japón, su primer largometraje, permitían apreciar cabalmente, y que permaneció un tanto eclipsada en la provocadora apuesta estilística que fue su siguiente cinta, Batalla en el cielo.

En Luz silenciosa, tributo muy claro al cine del danés Theodor Dreyer y su filme de 1955, Ordet (La palabra), el realizador mexicano muestra una estupenda solvencia narrativa, un rigor en el manejo de las posibilidades técnicas, en sus experimentaciones con la luz y sus registros múltiples (fotografía de Alexis Zabé), en su estupendo trabajo de edición (Natalia López), y en el manejo de un reparto de actores en su gran mayoría no profesionales que consiguen animar, de modo convincente y atractivo, un relato sin parangón alguno en nuestro cine. Esta cinta, premiada por el jurado en el pasado festival de Cannes, muestra de modo elocuente hasta qué punto son falaces los alegatos en favor de un cine comercial apegado a las fórmulas hollywoodenses como vía idónea para reactivar nuestra industria cinematográfica. Carlos Reygadas ofrece hoy una película conmovedora e inteligente que, cabe esperar, habrá de encontrar entre nosotros el público sensible al que está destinada.

Se exhibe en salas de Cinemark, Lumiere, Cinemex, Cinépolis, y en la Cineteca Nacional.

 
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