Usted está aquí: domingo 21 de octubre de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Renglones cortitos

En octubre, cuando recorren las calles los vendedores de gardenias, pienso en Ubaldo. Fue el último encargado del pequeño estacionamiento que teníamos en la imprenta: maquinaria antigua, olor a tinta, resmas de papeles variados. El sonido metálico de las dos prensas mezclaba aquellos elementos para convertirlos en invitaciones, bolos, anuncios, promociones, esquelas, tesis y, muy de vez en cuando, tirajes brevísimos de poemarios de los que conservábamos siempre un ejemplar: Mi honda tristeza, En el jardín de mi amada, Las cosas que callé, Por mi desolación…

Sentado en una cubeta, con la franela al hombro, Ubaldo –en sus minutos de descanso– leía los poemas guiándose con el índice derecho. Una vez el patrón le preguntó por qué le gustaba leer esas cosas y él le contestó: “Los renglones son cortitos y me canso menos de los ojos”. “¿Y los entiendes?”, continuó el patrón. “Eso sí no sé, pa’ que vea, pero siento bonito”.

A partir de ese momento, mi simpatía por Ubaldo aumentó, lo mismo que mi interés por saber algo de su vida. No fue difícil conseguirlo. Originario de Oaxaca, perdió a su madre siendo muy niño y desde adolescente se convirtió en el único sostén de su padre enfermo.

Le había prometido no abandonarlo hasta la hora en que tuviese que cerrarle los ojos. En su familia, precisó Ubaldo, ésa era obligación de las mujeres; pero en vista de que no había tenido hermanas aceptaba como un deber sagrado, casi como un honor, la encomienda de su padre: Saulo Mireles.

En aras de ese encargo, mientras su padre viviera, Ubaldo estaba decidido a renunciar a toda posibilidad de matrimonio y a su proyecto de irse a Estados Unidos. La mayor parte de sus coterráneos tomaban la ciudad de México sólo como un trampolín para saltar al otro lado.

Nunca, ni en las pocas ocasiones en que lo vi borracho, Ubaldo manifestó urgencia por liberarse de su padre. Al contrario: quería que don Saulo viviera tantos años como para que fuese el padre quien le cerrara los ojos a su hijo.

II

Ubaldo no siguió el oficio de albañil porque don Saulo se lo prohibió: no quería que su único hijo fuera a caer desde lo alto de un edificio de cinco pisos y quedara inmovilizado del brazo y la pierna; tampoco que padeciera los dolores que a él lo acometían a todas horas, en especial durante la época de lluvias.

A cambio de esa restricción, don Saulo lo dejó en libertad frente al resto de las ocupaciones: “Haz lo que te dé la gana, siempre y cuando sea algo que te permita mantenerte con los pies en la tierra”. Ubaldo encontró la forma de complacer a su padre trabajando como machetero, anunciante de electrodomésticos, suajista, cuidador de coches...

Lo conocí cuando vendía rosas envueltas en papel celofán y adornadas con un lazo:

“Para la novia, para la jefecita”. En octubre las sustituyó por ramilletes de gardenias traídas de Fortín: el lugar donde había nacido su madre.

En todo el tiempo que Ubaldo trabajó con nosotros jamás golpeó un coche ni se le perdió nada. Los sábados, cuando teníamos más trabajo, nos ayudaba a cargar bultos y a repartir pedidos, siempre y cuando no hubieran dado las dos de la tarde. A esa hora se iba: su padre lo esperaba para irse a pasear por alguna de las calles donde estaban las casas y edificios que él había ayudado a construir.

En cuanto se sintió seguro en el trabajo, Ubaldo decidió satisfacer la ilusión de su padre: comprarle un terrenito. Dedicaban los domingos a buscarlo por diferentes rumbos hasta que encontraron uno al gusto de don Saulo. Le pregunté dónde quedaba: “En San Isidro. Es un poquito más grande que los otros del mismo predio y que va a costar más caro. No le hace, con tal de que mi padre esté cómodo hago lo que sea. Lo bueno es que un amigo suyo va a encargarse de la obra. Dijo que me dará buen precio y en abonos”.

Los lunes Ubaldo me ponía al tanto de los avances en la construcción. Cuando al fin estuvo terminada quise saber cuándo se mudarían. “Yo no me cambiaré, sólo mi padre. Ojalá no se vaya pronto”.

La explicación hizo que imaginara una crisis familiar: de seguro Ubaldo había encontrado una novia con quien pensaba casarse, y su padre, acostumbrado a convivir sólo con él, había preferido irse a su nueva casa antes que soportar la presencia de una extraña. Como ese era un asunto muy privado, decidí no hacerle más preguntas.

IV

Muy poco tiempo después, un sábado, Ubaldo llamó al patrón para avisarle que no iría a trabajar: su padre acababa de morir. Tomé la bocina: “Quiero acompañarte. ¿En qué funeraria están?” “En ninguna. Voy a velarlo aquí”. Me dio la dirección y en cuanto terminé de trabajar me fui para La Perla, en Ciudad Neza. Cuando vi la casa que alquilaba, apenas una obra negra, pensé en don Saulo: jamás iba a ocupar aquella que con tantos trabajos seguiría pagando su hijo.

Ubaldo salió a recibirme y me llevó hasta el sitio donde estaba su padre: “¿Quiere verlo?” Sin esperar mi respuesta, levantó la tapa del ataúd y bajo el cristal miré el rostro sereno de don Saulo. El cabello, las cejas y el bigote cenizos lo hacían parecer personaje de una película infantil.

Su expresión tranquila era prueba de que don Saulo no había sufrido en su última hora. Para aligerarle el dolor de la pérdida, se lo comenté a Ubaldo y él acarició el cristal: “Se fue contento, satisfecho de haber logrado su sueño de tener una casa. Él, que construyó tantas, se merecía por lo menos tener una propia, aunque fuera la última. Está bonita: toda cubierta de mosaicos por dentro y con su reja alrededor. No es muy amplia: apenas mide dos por dos, pero es de las tumbas más grandes que hay en el cementerio de San Isidro”.

La expresión de felicidad con que Ubaldo contemplaba a su padre me hizo recordarlo sentado en la cubeta, con la franela echada al hombro, leyendo los “renglones cortitos” de los poemarios. Me quedé con algunos cuando el patrón cerró la imprenta. Si supiera en dónde vive Ubaldo se los enviaría a Estados Unidos.

 
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