Usted está aquí: jueves 18 de octubre de 2007 Opinión En defensa del civismo

Soledad Loaeza

En defensa del civismo

Hace muchos años, cuando se enseñaba civismo en la primaria, se nos explicaba que los mexicanos teníamos derechos y obligaciones. Tal vez se hacía mayor hincapié en lo segundo que en lo primero, pero lo cierto es que todas las lecciones estaban orientadas por la sentencia de Benito Juárez: El respeto al derecho ajeno es la paz, que era prácticamente la única frase célebre que los niños mexicanos aprendían de memoria. También nos sabíamos la orden atribuida a Porfirio Díaz, Mátalos en caliente, de la cual no hay rastro documental, dicen los historiadores, y otras frases poco edificantes como ésta, pero la cita de Juárez era una referencia universal que nos remitía al modelo de virtudes cívicas que encarna el esforzado, muy liberal, institucional, meritocrático y nacionalista ciudadano Juárez. Una figura hoy olvidada, incluso por quienes se pretenden inspirados por ella, porque los actos y modales políticos de los juaristas de hoy son una ofensa para su memoria.

La fuerza de la frase de Benito Juárez reside en que presenta en paralelo el derecho y la obligación –de respetar el derecho del otro–, las dos condiciones que integran la identidad ciudadana. Desafortunadamente, hoy en día mucho se habla de lo primero y muy poco de la segunda. Es sorprendente, pero el informe del PNUD, las encuestas de Latinobarómetro y cuanta discusión o examen hay sobre cultura ciudadana mencionan exclusivamente nuestros derechos: reclamamos participación, exigimos transparencia y responsabilidad de nuestros gobernantes, leyes justas y claras, acceso a la información. Si acaso mencionan las obligaciones lo hacen de pasada. Peor todavía, buena parte de la opinión pública, y no pocos comentaristas y observadores, confunden las obligaciones con la violación de derechos. Por ejemplo, cotidianamente nuestros gobernantes no reconocen la obligación de los manifestantes de respetar el derecho al libre tránsito de los no manifestantes, y los reclamos de estos últimos normalmente son denunciados como una violación a toda suerte de libertades. No hay más que ver las airadas reacciones en contra de la reforma fiscal para comprobar que existe la creencia generalizada de que en México existe el supremo derecho a no pagar impuestos.

El pago de impuestos es una obligación, la participación electoral es un derecho, y ambos son componentes de la cultura del ciudadano, porque involucran y expresan el sentimiento de compromiso con la comunidad nacional. Tanto así, que la historia del sufragio y la historia de los impuestos corren paralelas en la experiencia occidental del siglo XIX. Recordemos únicamente como antecedente que la independencia de Estados Unidos se inició al grito de No taxation without representation, a finales del siglo XVIII. Durante décadas en Europa el voto estuvo vinculado a la propiedad. Sólo tenían derecho a voto los propietarios, que eran también los que pagaban impuestos. El ascenso de la democracia en el siglo XX eliminó los requisitos de propiedad e introdujo el sufragio universal; al hacerlo reconoció que la participación en los asuntos públicos no es un privilegio reservado a unos cuantos, sino un derecho inalienable del individuo. El pago de impuestos, por su parte, quedó asociado con un principio básico de solidaridad social; de ahí que en el pasado se les llamara “contribuciones”, palabra que convoca el compromiso moral del individuo con el bienestar de la comunidad, y que no tiene el tono imperativo de “impuestos”.

Los impuestos son el medio de que se sirve el gobierno para armonizar y coordinar los esfuerzos individuales y traducirlos en una empresa colectiva –sirven para dar efectividad y para proteger nuestros derechos. Para dar credibilidad al voto y hacer efectiva la democracia en México fue necesario crear instituciones como el IFE, el TEPJF; para combatir la corrupción en la administración pública se creó la Secretaría de la Contraloría –hoy Secretaría de la Función Pública. Para garantizar el respeto a los derechos humanos se crearon las comisiones de derechos humanos; para asegurar el acceso a la información pública se fundó el IFAI. Es decir, la democratización ha tenido costos presupuestales que han sido sufragados por los contribuyentes. Si queremos que el gobierno proteja nuestros derechos tenemos que darle los recursos para que lo haga; buena parte de ellos los obtiene vía impuestos. Sin embargo, los derechos políticos no son los únicos que cuestan. Los impuestos también sirven para pagar campañas que protegen nuestro derecho a la salud, y que defienden a nuestros hijos del paludismo, de la polio, de la tuberculosis, y nos benefician a todos por igual, independientemente de cuál sea nuestro nivel de ingresos; de los impuestos provienen los recursos que se destinan a respetar nuestro derecho a la educación, que permitirá elevar la competitividad de la mano de obra o de los servicios.

En nuestra democracia la condición de ciudadano ha sido consagrada como depositaria de todas las virtudes cívicas. Todos quieren formar comisiones ciudadanas, consejos ciudadanos. Hay hasta ciudadanos profesionales. Claro, mientras sea gratis…

 
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