Usted está aquí: miércoles 17 de octubre de 2007 Política El pastor del terror

Bernardo Barranco V.

El pastor del terror

Por delitos de lesa humanidad, cometidos en el contexto del genocidio que tuvo lugar en Argentina entre 1976 y 1983, fue condenado a cadena perpetua el ex capellán de la policía bonaerense, el sacerdote Christian Federico Von Wernich. Es la primera sentencia contra un miembro de la Iglesia católica por violaciones a los derechos humanos. El Tribunal Oral Federal de La Plata lo condenó con la pena máxima, el pasado martes 9 de octubre, por siete crímenes y privaciones ilegales de la libertad cometida durante la dictadura militar. El sacerdote fue considerado partícipe y coautor de secuestros, torturas y asesinatos perpetrados durante el terrorismo de Estado cometidos en el marco de un genocidio.

Luego de tres meses de juicio oral, que atrajo la atención de los medios de comunicación, el tribunal juzgó a Von Wernich, de 69 años, quien fue capellán de la funesta policía de la provincia de Buenos Aires durante los años de brutal represión.

Creemos necesario hacer una desapasionada lectura de este caso por las indudables lecciones a la circunstancia mexicana; no se trata de escarnio ni de desprestigiar a la Iglesia, sino de analizar y registrar cambios importantes de cómo decepcionan a la sociedad tanto lo religioso como la estructura eclesiástica.

En cuanto a la participación de Von Wernich en las torturas, numerosos sobrevivientes lo identificaron sin dudar. En su testimonio, una víctima afirmó: “¿Lo podés creer? Fue un tipo que torturó sicológicamente. Decía que no debíamos culpar a nuestros torturadores –cuenta Zaidman, quebrantado por las torturas y quien radica actualmente en Madrid–. Defendía la tortura y decía que teníamos que pagar porque le habíamos hecho daño a la patria”.

Testigos de aquella tarde lluviosa en que fue sentenciado Von Wernich señalan que lo vieron frío, seguro, soberbio y que sin asomo de culpa en el rostro expuso con teatralidad litúrgica que había hecho lo que tenía que hacer, que Dios y la Iglesia se lo habían pedido y ordenado, que había cumplido su encomienda.

El doctor en sociología de la religión Fortunato Mallimaci comenta con indignación: “Pero estamos ante un confesor que no confiesa, que enmudece cuando debe decirnos dónde están los cuerpos de los detenidos-desaparecidos cuando era el asesor del coronel Camps; dónde están los cuerpos de las madres asesinadas luego de dar nacimiento a sus bebés; dónde están los bebés nacidos en cautiverio; quiénes armaron con él los planes de exterminio, colaboraron en torturar y asesinar... aquí la Iglesia católica, como lo viene haciendo desde 1976, vuelve a callar, a no hablar, a seguir apostando al vínculo entre militarización y catolización, entre patria y nación católica, en preferir pactos corporativos a la búsqueda de la justicia, ese nuevo nombre de la paz” (“La Iglesia católica habló: ‘el demonio es el testigo falso’”, Página 12, Buenos Aires).

Es cierto que no toda la Iglesia fue cómplice de las atrocidades, no todos los católicos callaron ni justificaron la barbarie militar en los setenta; pareciera como si en ese país hubo dos iglesias, pero también es cierto que la jerarquía católica tiene una gran deuda con el pueblo argentino por su complacencia y legitimación ante la dictadura militar.

En el marco del jubileo y los perdones impuestos por Juan Pablo II, la jerarquía esbozó un tímido y pálido asomo de arrepentimiento. Insuficiente porque la represión también alcanzó al alto clero, como al obispo de La Rioja, Enrique Angelelli, quien fue asesinado por militares el 4 de agosto de 1976 en una burda simulación de accidente, sin que el episcopado argentino emitiera ni una nota de protesta. Otros casos relevantes fueron el asesinato de cinco religiosos palotinos, dos religiosas francesas y desde luego destaca el caso del padre Carlos Mujica, asesinado prematuramente por la temible ultraderechista triple A, el sábado 11 de mayo de 1974.

El sacerdote Capitanio, uno de los testigos en el juicio, cree que la Iglesia católica argentina fue “la única madre que no salió a buscar a sus hijos”, en referencia a las masivas desapariciones de personas, religiosos inclusive, ocurridas durante el gobierno de facto. Capitanio reiteró a la prensa que la Iglesia “no se ocupó de proteger a sus propios hijos. Tuvimos laicos, seminaristas, religiosas, religiosos, sacerdotes e incluso dos obispos secuestrados, desaparecidos, encarcelados, torturados y muertos”.

El caso del sacerdote Von Wernich tiene como trasfondo las elecciones presidenciales y una tensa relación entre la Iglesia y el actual gobierno, particularmente el abierto encono entre la jerarquía y la familia Kirchner.

¿Qué lecciones tiene el caso para México?

Durante el coloquio sobre el decimoquinto aniversario del establecimiento de la relaciones diplomáticas con el Vaticano, el obispo de León, Martín Rábago, me comentó, después de una sólida intervención sobre las demandas de cambio constitucional que ha venido formulando la Iglesia, que es la historia el principal obstáculo para la plena instauración de la libertad religiosa en nuestro país. Le repliqué que no podíamos fingir alzheimer: la reminiscencia de por lo menos dos guerras fratricidas ahí está, y no podemos sustraernos; en todo caso, reinterpretar los mitos de memorias sesgadas.

El caso de Von Wernichde nos lleva a los cambios de percepción histórica de la sociedad sobre el comportamiento de sus actores religiosos. ¿Podríamos atrevernos a pedir a los argentinos que olviden la guerra sucia? ¿Hasta dónde puede sustraerse la actuación de la jerarquía durante los momentos de terror y de violaciones? ¿O a los chilenos, frente al potencial que tienen como país, podríamos recomendarles que olviden el golpe militar de Pinochet porque inhibe el despliegue como país líder latinoamericano?

Se antoja difícil, porque las heridas ahí están y requieren más que tiempo para cicatrizar. Otra lección es constatar que tanto en México como en Argentina, país que ha consentido mediáticamente a la Iglesia, la impunidad, los privilegios políticos y sociales del clero son reconsiderados.

Tuvieron que pasar más de 30 años para que el cura del terror fuera juzgado; es el inicio en nuestras sociedades del fin el fuero eclesiástico, tema que estará sin duda en la opinión pública en estos días.

 
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