Usted está aquí: domingo 7 de octubre de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Humos

La casa era grande y muy sólida. El comedor y la cocina estaban aparte de las otras habitaciones, construidas una tras otra con puerta de por medio, como si fueran los vagones de un tren. De todos los espacios, en alguna hora o día de la semana emanaba humo. Ajenos a la palabra “contaminación”, aquella nube era para nosotros mensaje, indicio, calendario, reloj que marcaba las actividades cotidianas, las fiestas y los duelos.

I

A las seis de la mañana el primer humo se levantaba del brasero. Oloroso a leña, iba acompañado de una cauda de chispas inocuas que se desvanecían en el aire como burbujas de jabón. Sin embargo, en su brevísimo vuelo, iluminaban las paredes y el techo de bóveda. Según la agilidad con que la cocinera en turno agitara el soplador, la fumarada se iba aclarando y al fin se desvanecía para ceder su lugar a las lenguas de fuego desprendidas de las brasas.

A partir de ese momento la cocina se llenaba con los rumores del barro y el peltre. En la cazuelas y jarras puestas al fuego, San Pascualito Bailón, patrono de las guisanderas, iba construyendo al milagro de la buena sazón.

II

Los lunes eran los días de lavar ropa en el único sitio amplio y soleado de la casa: el corral. Lo aislaban de la calle muros de adobe encopetados de plantas silvestres y de gatos huraños, ajenos, voluntariosos. Con sus revoloteos, mugidos y relinchos, los animales domésticos expresaban su incomodidad ante la intromisión de las mujeres atareadas en separar las ropas por colores, meterlas en las cubetas y hacer fuego con leños colocados sobre piedras tersas y redondas transportadas desde el río.

El humo que salía de la fogata era gris, pero se atenuaba bajo la luz del sol. Al ascender, aquella fumarola iba dispersando por el aire los olores picantes y medicinales de la lejía y las hierbas mezcladas en el agua. Cuando ya estaban limpias y colgadas en los tendederos, de camisas y faldas se desprendía un humo sutil y vaporoso, como ha de ser el alma.

III

Mi abuela ocupó siempre la habitación más grande. Allí, cada sábado cumplía la demorada ceremonia del baño. La incensaba el humo de los baldes llenos de agua hirviente que luego eran vertidos en una tina inmensa. Para conservar su tibieza, puertas y ventanas se cubrían con lienzos blancos que le daban al cuarto el aspecto de una gruta de sal.

Sumergida en el agua, envuelta en humo, mi abuela parecía un ánima del purgatorio, una maga como Damiana: la yerbera diminuta y ciega que con sólo aspirar el aliento del enfermo podía diagnosticarle dónde comenzaba su mal y cuándo terminaría.

Al cabo de una hora, en cuanto mi abuela terminaba de bañarse, los lienzos blancos eran retirados. De inmediato, por los resquicios de las ventanas y las puertas salían un poco de humo y de tibieza cargados con los perfumes del jabón, los aceites y el talco.

IV

En fiestas y ceremonias era obligado el concierto de cohetones sibilantes, atronadores. En el transcurso de su vuelo saturaban el aire con olor a pólvora; al estallar en las alturas despedían capullos de humo blanco que, antes de disolverse tocados por el viento, experimentaban una serie de cambios. Durante su rápida transformación nos apresurábamos a descubrir las formas que la nube iba adquiriendo –burros, caballos, cerdos, liebres, gallinas, codornices, pavos– hasta volverse, según el único maestro de la comarca, un soplo destinado a fundirse con las nubes.

Inspirados por tal enseñanza, los niños ansiábamos las escasas temporadas de lluvia porque teníamos la secreta esperanza de que las gotas nos devolvieran aquel zoológico inventado por la fugacidad del humo blanco.

V

También las ceremonias fúnebres eran acompañadas del fragor de los cohetones. Sus estallidos disimulaban el llanto y los pasos de los deudos rumbo al panteón; sus nubes blancas se mantenían flotando en el aire como banderas de paz pidiéndole una tregua al dolor.

La inhumación concluía con llantos desgarradores, rezos, palabras de consuelo, paletadas de tierra desgranándose sobre el ataúd. Acompañados de una comitiva que poco a poco iba disolviendo, los deudos regresaban a su casa para enfrentarse a solas con el vacío dejado por el ausente. A esas horas el aire aún olía a pólvora, pero del humo no quedaba nada: presagio del olvido.

VI

El humo del tabaco incensaba los momentos de decisión, las horas de intenso dolor o plenitud, las buenas o las malas noticias, el instante del rencuentro o la separación.

En las horas diurnas aquellas columnas de humo, delgadas e intermitentes, señalaban los breves momentos de descanso o de sobremesa; por las noches, protegían nuestro anonadamiento ante la transformación del paisaje, o anunciaban el principio de largas conversaciones en torno a parientes, conocidos, amigos y enemigos.

En aquellas charlas nocturnas también se hablaba de aparecidos y fantasmas que nos estremecían. Se materializaban en la oscuridad, pero después, con las primeras luces, se desvanecían como las brasas de los cigarros de hoja y las columnas de humo.

De aquellas noches sólo perduraban el recuerdo y un vago olor a tabaco.

 
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