Usted está aquí: lunes 1 de octubre de 2007 Opinión ¿La Fiesta en Paz?

¿La Fiesta en Paz?

Leonardo Páez
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Marcel Marceau, torero

La tauromaquia tiene mucho de pantomima, en el sentido mejor de la palabra –expresión, gestos, ademanes, actitudes, imitación, lenguaje corporal mudo y elocuente para volver a hacer presente una realidad urgida de ser reflejada pero también enriquecida por la visión liberadora del arte.

Habida cuenta que un buen torero es también un buen actor, sólo que, a diferencia de los otros, se puede morir realmente en el escenario, su histrionismo, sustentado en una valentía inteligente, es similar a la del mimo, ya que las palabras y el diálogo consigo mismo, con el toro y con el público sólo admiten el trágico idioma de un cuerpo apoyado en el corazón, la cabeza y el espíritu, mientras el habla permanece deliberadamente silenciada.

Artista de soledades compartidas y aveces mitigadas, el torero alcanza su máximo nivel de expresión interior cuando logra reflejar, contener y traducir, sin palabras, la suma de incomunicaciones que acarrea la muchedumbre. Comunicarse con los incomunicados, los silenciados y los héroes frustrados, revelándoles su grandeza adormilada y su audacia potencial, es el privilegio de los toreros grandes, de los taumaturgos de luces, capaces de acallar sus miedos con su música interior y de convertir el silencio acumulado en alarido multitudinario.

La representación magnífica de la lidia es reducida a tragicomedia o farsa si el otro actor principal, el de negro, ni es toro ni tiene sus astas íntegras ni ha alcanzado la edad adulta para poder herir incluso de muerte a su lidiador. Convertido en cómplice involuntario de gesticuladores y bufones, el toro disminuido se vuelve entonces caricatura de su propio destino y remedo de su hermosa misión.

Sabía e intuía lo anterior y mucho más el gran mimo francés y universal Marcel Marceau (Estrasburgo, 1923) fallecido el sábado 23 de septiembre en París, tras más de seis décadas de hacer soñar a los públicos de todo el mundo, fundidos en una sola, maravillosa nacionalidad: el goce emocionado.

En 1958 Marceau era ya una figura mundial de los escenarios, con exitosas giras de su compañía por los cinco continentes y sin tema aborrecido para convertirlo en mimodrama o puesta en escena exclusivamente con mimos y música de fondo. Cirqueros, carteristas, soldados, obreros, samurais, burócratas, ciclistas o... toreros, pues los actores se nutren de los oficios de los hombres.

Ese año, de regreso a París, hace una temporada en el Teatro del Ambigú con dos mimodramas de su autoría: El cirquito y, sentaos enemigos de la fiesta y amigos de la animalidad, Los matadores, con música de Sebastián Maroto y decorados y vestuario de Jean Noël, acompañado por los mimos Gilles Ségal, Dimitri, Pierre Verry, Edmond Tamiz y Teddy Vignaud. Varios meses estuvo tan horrendo tema en el escenario emocionando a millares de espectadores, pues en dicha obra Marceau plasmaba con ternura la angustia trascendida del torero y la existencia confusa de la muchedumbre solitaria.

 
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