Usted está aquí: miércoles 26 de septiembre de 2007 Opinión El premio Juan Rulfo a Fernando del Paso

Elena Poniatowska/ IV y última

El premio Juan Rulfo a Fernando del Paso

Hasta la fecha, en el folleto que resume, en francés, la historia de México, su geografía, situación económica, etcétera, figura como texto principal de presentación de nuestro país y nuestra cultura en Francia, el de Fernando del Paso intitulado Las mil voces de México.

“Comencé a trabajar en la embajada en 1986, unos meses después del temblor del 85, y tú recordarás que a México vinieron gran cantidad de bomberos franceses con perros amaestrados que salvaron muchas vidas, y un poco más tarde Francia regaló a México algunos de esos canes, amaestrados en español.

“Son perros que entienden hasta 50 distintas palabras en nuestro idioma. Tuvimos que agradecerles de una manera muy cumplida a los franceses su actuación, de modo que repartimos diplomas y medallas en varias ciudades de Francia, porque los salvadores no eran bomberos provenientes sólo de París, sino de Poitiers, de Lyon, de Vouvray y de 10 o 12 ciudades distintas. En todas ellas otorgamos medallas y diplomas de reconocimiento.”

Cada año se efectúa en Francia un acto, Les Belles Etrangeres: se invita a un grupo de escritores de un país, así sea Irlanda, Hungría o Argentina, a visitar varias ciudades francesas para entrar en contacto con el público y la crítica. En 1990, cuando Del Paso era cónsul, le tocó el turno a México. Fuimos Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, Emilio Carballido, Juan Villoro, Guillermo Samperio, Homero Aridjis, Eraclio Zepeda, Elsa Cross, José Agustín y yo. En tanto que cónsul, Fernando y Socorro nos atendieron como a príncipes. El trabajo de cónsul es pesado, tenso, tiene mucho de burocracia y se conocen momentos difíciles, porque el cónsul no deja de ser el protector de los ciudadanos mexicanos que viven en París o pasan como turistas. El consulado de París no se compara al de Los Ángeles, pero tiene sus problemas, porque llegan los mexicanos y les roban hasta el pasaporte, no tienen forma de identificarse y al señor cónsul le toca descubrir si son mexicanos. Si le dicen: “Yo soy veracruzano”, Fernando, adicto a la cocina, puede preguntar: “¿Ah, sí? ¿Y qué se come en Veracruz?” Si responde pan de cazón, va por buen camino. Hay mexicanos que pierden, además del boleto de avión, todo su dinero y debe remitírseles a México por conducto de Relaciones Exteriores. Hay otros que pierden el alma cuando no la cabeza.

A Fernando del Paso le tocaron varios casos de esquizofrenia y tuvo que hacerle de doctor corazón, porque nada más doloroso que un mexicano perdido en París, buscando a su llorona y gritando que es como el chile verde. En fin, todo en la vida tiene sus compensaciones. Del Paso firmaba las actas de nacimiento de todos los niños mexicanos que nacían en Francia. En Estados Unidos no los registran, prefieren que sean ciudadanos estadunidenses, pero en París, los padres mexicanos escogen que sus hijos también lo sean. Del Paso estaba facultado para casar a parejas de mexicanos y casó a varias. Le ha de haber gustado mucho hacer el papel de oficial del Registro Civil. Una de las parejas que casó tuvo a bien contarme que nunca habían oído un discurso más hermoso que el del señor cónsul, que además, les regaló dos botellas de champaña para brindar con ellos después de la ceremonia. “¡Vivan los novios!”, gritó Fernando al descorchar la primera botella y desearles toda la felicidad.

En la Sorbona, Fernando del Paso pronunció el discurso oficial en nombre de los escritores mexicanos invitados a Les Belles Etrangeres. El folleto de presentación del grupo mexicano incluía un párrafo de Octavio Paz sacado de contexto que resultaba peyorativo para su gusto y Fernando aclaró que no suscribía la afirmación de Paz, quien decía que la literatura mexicana entraba por la puerta trasera de la literatura universal. La prensa entonces hizo un escándalo, dijo que Del Paso había hecho trizas un texto de Paz, la bola de nieve creció y algún editorialista afirmó que Fernando había hecho pedazos un libro de Paz en la Sorbona.

“Hubo un intercambio de palabras, ingenioso y virulento, entre Paz y yo. Pero lo admiré toda la vida. Cuando regresé a México, el ex rector de la Universidad de Guadalajara Raúl Padilla López me ofreció la dirección de la Biblioteca Iberoamericana, fundada en esa ciudad en 1991: ‘Pero se llama Octavio Paz –me aclaró. Le contesté: ‘Mira, aquello fue una esgrima de palabras, yo admiro mucho a Octavio Paz y para mí es un honor dirigir una biblioteca que lleve su nombre’. Después escribí a Octavio Paz y él me respondió una carta maravillosa, y desde entonces hubo una reconciliación total, yo diría que incluso nuestra relación fue más cálida después de que los dos nos dimos cuenta que el suceso no valía la pena, que era una tontería.”

En una de las giras por Francia que hicimos en ocasión de Les Belles Etrangeres se empezó a hablar de varios defectos de México y Fernando se sintió incómodo, porque estaba ahí como escritor, sí, pero también como cónsul. En un momento dado dijo una frase de Stephen Dedalus: “Ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de tema”. Después me explicó:

“Una cosa es que uno como ciudadano mexicano critique muy duramente nuestros defectos y otra que lo haga un diplomático. Uno asume su papel y no se puede dejar de ser cónsul por una hora y media y criticar al país. Uno representa a la nación todo el tiempo.”

Le pregunté entonces si no le resultaba fastidioso a él y a Socorro tener que asistir a tantas cenas y comidas oficiales y ver siempre las mismas caras diplomáticas, y me respondió que sí era cansado estar siempre en el candelero, ya que la privacía es prácticamente inexistente en la diplomacia. Los diplomáticos suelen decir que no hay escapatoria a la absorbente vida social. Son obligatorias las ceremonias y los cocteles. En París no sólo hay que cultivar las buenas relaciones con las autoridades francesas, sino también con los colegas latinoamericanos. A Del Paso le tocó asistir con frecuencia a la Casa de América Latina, donde se codeaban el embajador de Pinochet y el de Castro y guardaban un respetuoso silencio. ¿Acaso no es importante en la diplomacia aprender a callar?

En una cena, François Vitrani, director de la Casa de América Latina en París, manifestó que Socorro del Paso era una gran cocinera. Aunque Socorro tiene un repertorio muy grande de cocina india, árabe, francesa y china, entre otras, su fuerte es, desde luego, la cocina mexicana. Éditions de l’Aube, editora de libros de cocina que se apartan de los tradicionales, contactó a Fernando y a Socorro por conducto de François y escribieron un libro de cocina muy personal: Douceur et Passion de la Cuisine Mexicaine.

Socorro y Fernando se propusieron no fusilarse una sola receta, porque es muy fácil acudir a otros libros. Fueron 150 recetas, incluidos algunos cocteles y bebidas. Socorro hizo todo de principio a fin. Fernando apuntaba las proporciones de los ingredientes. Ella llegó a cocinar mole verde y poblano, desde moler las semillas. París es una ciudad muy cosmopolita y los ingredientes no sólo se conseguían en tiendas especializadas, como Fauchon, sino también en los mercados chinos y antillanos. A los Del Paso les regalaron una caja con 40 aguacates y ese día hicieron guacamole, mousse de aguacate, aguacate relleno con camarones, sopa fría de aguacate. Como no podían comerlo todo, llamaron a los estudiantes de la Casa de México: “Vengan por la comida”.

Otro día se dedicaron a la carne deshebrada, ropa vieja, salpicón, machaca y así sucesivamente hasta llegar al chile poblano y sus infinitas combinaciones: desde rellenos, en rajas y cubiertos de nogada. De esta inmersión en lo mexicano salieron triunfantes como los clavadistas de La Quebrada y de paso alimentaron a los estudiantes de la Maison du Mexique.

Del Paso regresó al fin a México, tras 23 años de ausencia, habiendo agregado a sus escritos dos libros para niños: De la a a la zeta por un poeta y Paleta de diez colores, así como varios galardones a cuestas: al Premio Novela México (1976) y al Rómulo Gallegos (1982), se añadieron el Premio al Mejor Libro Extranjero Publicado en Francia –por Palinuro (1985)–, el Premio Nacional de Letras y Artes (1990) y el Premio Internacional de Radiodifusión de España, por el programa radial Carta a Juan Rulfo (1986). En 1993 fue nombrado creador emérito y tres años después ingresó a El Colegio Nacional.

Hoy, Fernando del Paso mira al mundo desde una camisa amarillo congo. Sus colores son cada vez más fuertes, más hermosos, colores tropicales. Quizá por eso pinte. Desfila ante nuestros asombrados ojos con una impresionante colección de trajes y corbatas.

Por varias razones –entre ellas la económica–, Del Paso no llega a las exquisiteces de David Sorensen, el personaje de su novela-thriller titulada Linda 67, quien se hacía sus trajes a la medida con los mejores sastres de Milán y Saville Row, en Londres, y compraba sus corbatas en Harrods y Jerrnyn Street, en Pierre Cardin y Hermés, y se hacía las camisas también a la medida en The Custom Shop, de Grant Street, en San Francisco...

No, no es así, pero como si lo fuera: porque Del Paso sabe que la elegancia, más que una cuestión de dinero, lo es “de gusto y de imaginación”.

Antiacadémico, Del Paso cree que la ortografía y la sintaxis son una cuestión de elegancia y no una cuestión moral. Dueño de la misma libertad que usa en el vestir, desde los 20 años de edad, cuando entró a la publicidad, hasta la fecha siempre ha trabajado con el lenguaje. Todo lo que tenga un nombre le interesa. Uno lo imagina muy fácilmente en una obra de Molière, o en la corte de Luis XIV, El Rey Sol, con su peluca polveada, polveadas de blanco sus mejillas.

Cuando camina flota sobre sus libros y es fácil visualizarlo ordenando una botella de Polroger para rociar los postres. Sabe que el soufflé au Grand Marnier debe conservar cierta liquidez y la mejor cuchara para servirlo proviene de Christofle. Pero sobre todo, Del Paso va regando tras de sí voces de registros diferentes en los que se alternan el discurso poético y los pregones mexicanos, la magia de los pajareros y el desierto de Saltillo que a pesar de sus inmensas extensiones vacías de color ha producido los sarapes más abigarrados, los más chillones, los más rojos y más azules.

Ese que los mira desde arriba es Fernando del Paso; ése que atraviesa el celaje como el relámpago verde de un loro a la manera de López Velarde es Fernando del Paso. Ese personaje del Renacimiento con sus 2 mil caras, es el autor de libros determinantes que unen en su vuelo y en su arte, la erudición del viejo y del nuevo continentes.

 
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