Usted está aquí: miércoles 26 de septiembre de 2007 Opinión Repatriaciones, mitos y realidades

Gustavo Iruegas

Repatriaciones, mitos y realidades

A mediados de los años 80, cuando en el Congreso de Estados Unidos prosperaban las propuestas de legisladores (Simpson, Rodino, Mazzoli) para controlar las fronteras y la inmigración, en México la prensa reaccionaba con alarma en espera de expulsiones masivas de mexicanos indocumentados. A su vez, el gobierno reaccionaba a la prensa pero no a la posibilidad de las deportaciones. En alguna ocasión se celebró una reunión de siete Secretarios de Estado que duró varias horas (dramáticamente, les llevaron sándwiches a la mesa de discusión) y produjo un boletín de prensa en el que anunciaban que se instalarían campamentos en la frontera especialmente preparados para recibir y auxiliar a la masa de repatriados; también se harían inversiones suficientes en las poblaciones receptoras de las remesas de dinero de los emigrados a sus familias, para contrarrestar la miseria que se produciría en esos lugares. La actividad gubernamental no fue más allá del boletín que cumplía su función tranquilizadora y las expulsiones masivas no se materializaron.

La preocupación era exagerada porque la expectativa no provenía de un análisis profundo de la situación elaborado desde una perspectiva nacional, sino de la argumentación dirigida a México de las organizaciones políticas de latinoamericanos asentadas en Washington. En el tema migratorio el gobierno de México solamente actuaba ante la emigración consumada y lo hacía movilizando al servicio consular que interponía la protección de medio centenar de sus oficinas en Estados Unidos. En territorio nacional todo era mediático, como se le llama ahora a las mentiras. Pero los precedentes al respecto sí existen.

A lo largo de la historia el gobierno de México se ha visto precisado a poner en práctica varios programas de repatriación de sus nacionales desde Estados Unidos; dos de ellos se han destacado por su importancia aunque ninguno por su éxito. El primero fue consecuencia de la agresión expansionista de Estados Unidos contra México en 1847. Se trataba de los mexicanos que quedaron en los territorios arrebatados por la fuerza y jurídicamente cedidos por el Tratado de Guadalupe Hidalgo. El propio tratado previó que los mexicanos establecidos en territorios antes pertenecientes a México podrían permanecer en donde estaban o trasladarse a la República mexicana, conservando o enajenando sus bienes. Para atender esta provisión el gobierno de México emitió el Decreto de 19 de agosto de 1848 por el que los mexicanos que estaban en ese caso serían trasladados a territorio mexicano por cuenta del erario y recibirían dotaciones de tierra. La organización del traslado se encargaría a tres Comisionados; uno para Nuevo México, otro para la Alta California y otro que trabajaría desde Matamoros, de modo que las familias de Nuevo-México, pasaran a Chihuahua; las de la orilla izquierda del Bravo, a los Estados de Tamaulipas y Coahuila y las de la Alta California a la Baja, ó al Estado de Sonora. El Comisionado para Nuevo México, Bachiller y Presbítero don Ramón Ortiz, fue el que avanzó más en su gestión. Informó a don Mariano Otero, Ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, que esperaba trasladar a 16 mil familias u 80 mil personas a Chihuahua al costo de un millón y medio de pesos. También comunicó que aunque a su llegada fue bien recibido por el gobernador territorial de Nuevo México, cuando las autoridades se percataron del entusiasmo con el que los mexicanos acogían la posibilidad de trasladarse a territorio mexicano dificultaron su misión hasta el punto de que le impidieron la entrada a las poblaciones. El gobernador territorial cambió de opinión y de actitud y el asunto alcanzó los niveles diplomáticos. La legación de México en Washington hizo una representación ante el Secretario de Estado, John M. Clayton, quien turnó el asunto al Secretario de la Guerra, George Walker Crawford, que contestó la nota mexicana con el argumento de que el compromiso contraído en el Tratado de Guadalupe Hidalgo era el de respetar el derecho de los mexicanos de trasladarse a territorio mexicano, pero que ello no implicaba la admisión de agentes del gobierno mexicano promotores del traslado. Aunque la correspondencia continuó cruzándose, la gestión no avanzó más. En el fondo del asunto estaba la escasez de población en los territorios perdidos y en el propio territorio nacional.

México entró, en materia de población, en un largo periodo que abarcó desde el porfiriato hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial en el que coexistían la necesidad de colonizar importantes extensiones de su territorio y la emigración de sus nacionales hacia Estados Unidos. Con una lógica simplista pero explicable se intentaron varios programas que descansaban en la “auto colonización” a partir de utilizar a los mexicanos que eran expulsados de Estados Unidos para colonizar los territorios poco aprovechados. Las complejidades culturales, sociales y económicas hicieron esos proyectos irrealizables. La mayoría de los repatriados quería ir a su tierra no a las que le asignaba el gobierno y otros muchos, incluso los que habían regresado voluntariamente, terminaban volviendo a Estados Unidos. La paradójica situación terminó, de mala manera, con la explosión demográfica del tercer cuarto del siglo XX.

Las expulsiones masivas de mexicanos desde Estados Unidos que sí se pusieron en práctica, fueron consecuencia de la crisis financiera que devastó la economía estadunidense en 1929. Del crac de Wall Strett se pasó a la Gran Depresión de la economía mundial. México, que tenía sus propios problemas económicos fue afectado de dos maneras notorias: la primera porque los bancos estadunidenses, que tenían como deudores a gobiernos y particulares extranjeros, exigieron que se les pagase por adelantado y con ello contagiaron la depresión a México al tiempo que la esparcían por el resto del mundo; la segunda porque el desempleo súbito y extenso que golpeó a la sociedad estadunidense automáticamente indujo una competencia por los empleos que hasta ese momento ocupaban los mexicanos y la consecuente hostilidad, incluso racial, contra ellos. Esto se tradujo en expulsiones masivas y repatriaciones voluntarias igualmente abundantes. Al tiempo que las expulsiones eran sistemáticas, amplias y frecuentes, la situación misma hacía que muchos mexicanos regresaran por su propia voluntad y buscaran ayuda del gobierno mexicano.

Los cónsules mexicanos desarrollaron una gran actividad organizativa entre sus compatriotas, tanto para la defensa de los que querían permanecer en Estados Unidos como para quienes decidieron emprender el regreso a México. En los libros anuales de Memoria de la SRE se citan argumentos como el que sigue: “ Ante el abandono en que fatalmente van quedando en el extranjero más y más compatriotas, no nos queda otro recurso que abrirles francamente las puertas de la patria y facilitarles su retorno, para que vengan al lado de sus familiares y antiguos amigos a compartir el pan de la hospitalidad”. Las bondades y las dificultades de la repatriación —argumentaban los cónsules— radicaban, por un lado en que resultaba útil para el país por “…la gran experiencia y posibilidades del mexicano que ha trabajado en un país más adelantado que México…”, aunque repatriarlos implicaba enfrentar “…la gran dificultad del erario mexicano de financiar la repatriación de aquéllos que, por otra parte, pueden sobrevivir a pesar de las malas condiciones, sosteniéndose como lo hacen todos los demás jornaleros inmigrantes y hasta algunos nacionales de aquel país”. Con un criterio de largo plazo, la SRE mostraba una profunda preocupación por la política a seguir en un futuro, puesto que “era necesario evitar que este género de dificultades se repitiese, ya que sería desastroso para nuestra economía nacional el reconocimiento, como sistema aceptado, del precedente de facilitar la salida de nuestros mejores elementos de trabajo cuando encuentran demanda en el extranjero, y a la inversa, recibir forzadamente tales contingentes de trabajo cuando ya no son necesarios en el extranjero y nosotros tampoco estamos económicamente en condiciones de recibirlos”.

Aunque las dificultades continuaron y durante la gestión del presidente Lázaro Cárdenas se implantaron nuevos programas de auto colonización, las cosas cambiaron al influjo de la Segunda Guerra mundial. En 1942 el gobierno de Estados Unidos pidió al de México la celebración de un Acuerdo de Trabajadores Agrícolas Temporales que se conoció como Programa Bracero. Con ello se inició un nuevo capítulo en la historia del fenómeno migratorio entre los dos países que llegó a su fin cuando Estados Unidos, sorpresivamente, determinó dar por concluido ese programa en 1964. Entre ese momento y la implantación del neoliberalismo en México el fenómeno creció libre de interferencias efectivas de los gobiernos. Al pasar de la agricultura a los servicios —de la temporalidad a la permanencia— los trabajadores migratorios se fueron convirtiendo en emigrados. México se limitaba a dar la protección consular que podía sin que el país contara con una política migratoria específica. La perversidad neoliberal transformó la emigración de un problema social en un negocio del gobierno: exportar mexicanos.

A lo largo del neoliberalismo, en México se alentó la existencia entre la población de varios mitos en torno a la emigración de los mexicanos hacia Estados Unidos: el primero fue el de que los mexicanos tenían cierto derecho a entrar a Estados Unidos sin permiso. Cuando el actual presidente de facto era aún candidato llegó a decir públicamente que no tenía importancia cuan alto fuera el muro porque “nos lo saltaríamos” de todas maneras. El segundo se dibujaba alrededor de la pregunta ¿Qué haría la sociedad estadunidense sin nosotros? Los mismos neoliberales que argumentaron sobre “la ventaja comparativa” para los mercados internacionales como motivo del interés de los desarrollados en el trabajo de los subdesarrollados, se olvidaban de que los estadunidenses emplean a los mexicanos porque están ahí, disponibles y a bajos precios, no por su incapacidad para realizar esos trabajos por sí mismos o por sus máquinas. El tercero fue el de que Estados Unidos, potencialmente capaz de cerrar cualquier frontera del mundo, no podría hacerlo con México porque sería cerrar la propia. A esta ilusión le faltaba la frase: “A menos que cambien las circunstancias”. Y el 11 de septiembre cambiaron.

La decisión de construir el muro obedece a la reacción del gobierno estadunidense ante los ataques del 11 de septiembre de 2001 que, si bien desató su furia guerrera hacia el exterior y dejó sentir el peso de su hegemonía en la comunidad internacional, al interior profundizó el carácter policiaco del gobierno. El propósito más evidente de dar carácter policiaco a un gobierno es el de mantener el control sobre la población; la existencia de 15 o 20 millones de extranjeros indocumentados entre su población es cualquier cosa menos control. La movilización del 1° de mayo de 2006, que los indocumentados en Estados Unidos, mayoritariamente mexicanos —que buscaba de manera ordenada y pacífica demostrar su contribución a la economía local, la comprensión de la sociedad de la que forman parte y la justicia por parte del gobierno estadunidense—, fue en realidad una exhibición de las enormes dimensiones del fenómeno. Contrariamente a lo que se buscaba, propició la decisión de detener el flujo migratorio antes de pensar en la regularización de los ya inmigrados. Así se determinó la construcción del muro. Entretanto, un cuarto mito se ha estado gestando en la opinión pública mexicana y especialmente entre los mexicanos emigrados a Estados Unidos. Es la idea de que la reforma migratoria que eventualmente haga el Congreso estadunidense regularizará la estancia de quienes ya están allá. La experiencia, la lógica y la observación de la realidad nos hacen ver que la reforma que se acuerde será para legalizar la estancia de quienes no puedan expulsar y para expulsar a todos los que puedan.

Una razón por la que se ha diferido la cuestión de la reforma migratoria en el Congreso estadunidense es el calendario político, que ya avanza hacia la elección de un nuevo presidente que, no hay que engañarse, será presidente de los estadunidenses, no de los inmigrantes mexicanos. También empieza a configurarse una crisis económica en Estados Unidos que en nuestros días se contagia al resto del mundo a velocidad electrónica y a México de manera simultánea. Una nueva ola de expulsiones masivas de inmigrantes indocumentados se empieza a gestar en la política, en la sociedad y en la economía estadunidenses. Con los sentimientos anti mexicanos exacerbados en la sociedad estadunidense; la crisis financiera haciendo metástasis en la economía nacional y desbordando las fronteras hacia todo el orbe; el gobierno estadunidense engarzado en una guerra que no puede ganar al tiempo que busca donde empezar otra; y con el nuevo presidente con el tiempo político de su lado, debemos esperar una enorme y larga marejada de expulsiones de mexicanos que se agregarán a los emigrantes frustrados por el muro. Trágicamente, el gobierno de México, neoliberal y espurio, no tiene tierras, ni empleos, ni planes, ni capacidad, ni voluntad para recibirlos.

 
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