Usted está aquí: miércoles 26 de septiembre de 2007 Opinión Quince días

Arnoldo Kraus

Quince días

Aunque sea impopular es necesario, de cuando en cuando, reflexionar sobre el suicidio de las personas innominadas. Ésa es una de las razones de las páginas de los periódicos: dar voz a quienes optan por la muerte como única solución para terminar con una vida, que no es vida, y cuyas exigencias son imposibles de cumplir. Finalmente, el suicidio es una de las pocas cosas que el neoliberalismo o la mafia de la ralea política mundial no pueden impedir. ¿Llegará el día en que los políticos prohíban el suicidio? No sé si lo hagan como edicto, pero, seguramente, la pregunta se convertirá en realidad en la voz de algún Samsa kafkiano, escrito por personeros similares a Vicente Fox, a George W. Bush o a Vladimir Putin. Prohibido suicidarse podría ser uno de los lemas de las próximas generaciones de los dueños del mundo.

Quince días tardó en morir el innominado rumano de 44 años. Las fotos que lo retratan el 4 de septiembre son terribles. Terribles por lo que se observa y porque son veraces. Las imágenes recorrieron el mundo y con ellas su nombre se convirtió en otro de los bonzos que tienen la valentía (¿ó la cobardía?), la dureza (¿o la debilidad?) y la lucidez (¿o la locura?) de quitarse la vida mediante el fuego ante los ojos del mundo. Para mí, es más difícil optar por transformarse en pira humana que seguir bregando por las calles con la familia a cuestas en espera de un mendrugo.

Las fotografías del 4 de septiembre lo muestran antes del fuego y durante el fuego. Se le ve parado antes de arder. Después se le observa, aún de pie, mientras las llamas empiezan a abrasarlo; en otra, arde en el suelo. En el último retrato dos guardias del gobierno de Castellón intentan quitarle la ropa; al lado del cuerpo tendido se observa cómo corre su esposa con un rictus de terror mientras lleva en brazos a su pequeño hijo. No hay fotografías del 19 de septiembre, día de la muerte. Los cadáveres hospitalarios casi nunca requieren testigos fotográficos.

Los encabezados periodísticos sustituyen las imágenes del cadáver: “Agonía y muerte en soledad”, reza una noticia; “El hombre que ardió a lo bonzo muere solo en un hospital”, explica otro rotativo. Los subtítulos son similares y dan cuenta de otras partes de la tragedia: “Su mujer y sus dos hijos aceptaron la ayuda institucional y volvieron a Rumania mientras Mirita agonizaba”. La historia previa al 4 de septiembre es idéntica a la de miles y miles de seres humanos que dejan sus hogares en busca de oportunidades para vivir una vida que incluya la palabra dignidad.

Explica la hija de 16 años que después de haber sido timado por una persona que le había prometido trabajo, su padre tuvo que ganarse la vida recogiendo chatarra, vendiendo refrescos y mendigando. Sumido en la desesperación, y ante la imposibilidad de conseguir dinero para regresar a Rumania, decidió inmolarse frente a las autoridades y frente a la familia. Quince días permaneció hospitalizado en una unidad para pacientes con quemaduras. Murió solo: dos días antes sus familiares habían conseguido donativos institucionales para regresar a su tierra natal.

Ahora el problema es encontrar a los familiares y decidir qué es lo que debe hacerse con el cadáver: incinerarlo en España o “repatriarlo”. Entre comillas pongo la palabra repatriarlo: es demasiado generoso el término para quienes abandonan su casa por hambre y es inadecuado para quienes, como los cadáveres, carecen de conciencia.

La historia de Marian Mirita es un ejemplo extremo de la crudeza de los tiempos, pero no de la realidad que viven incontables inmigrantes que dejan sus hogares por miseria. Unos mueren en el río Bravo y otros en las costas de España, unos en los desiertos de Arizona y algunas bajo los cuerpos vetustos de turistas sexuales. Aunque en formas diferentes, con frecuencia la muerte alcanza a quienes dejan su patria por la ineficacia de sus gobernantes. Marian Mirita tiene nombre por haberse suicidado por medio del fuego y ante las cámaras. Muchos, como espejo de la modernidad, mueren innominados y sin que nadie cuente su historia. Mirita tardó 15 días en fallecer; a los del desierto la deshidratación los acaba en dos o tres días, y a los de las aguas en pocos minutos.

Lo que sucedió con Mirita es una historia sin fin, quizás más frecuente ahora que antes, quizás más publicitada ahora que antes. No sé cuál de las dos hipótesis sea la real. Ni siquiera sé bien dónde queda ahora y dónde está antes. Tampoco sé si su tragedia y las reflexiones que se escriban sobre ellos sirvan de algo. Es muy probable que todo lo que se diga sea inútil. Demasiado se ha escrito sobre la memoria y sobre los derechos humanos. Sin embargo, es necesario hacerlo: es la única vía para dar nombre a todos los innominados –muchos de ellos son mexicanos– que fenecen por buscar un lugar en el mundo.

 
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