Usted está aquí: lunes 24 de septiembre de 2007 Opinión Fujimori: fin de un ciclo

Editorial

Fujimori: fin de un ciclo

Por primera vez en la historia latinoamericana, un ex presidente ha sido extraditado a su país para que responda ante la justicia. La semana pasada, las autoridades judiciales chilenas consideraron procedente el envío a Perú de Alberto Fujimori, y éste se encuentra ya recluido en una instalación de la Dirección de Operaciones Especiales de la policía peruana, a la espera de su presentación ante un juzgado. Expertos legistas consideran que podría ser sentenciado entre 20 y 30 años de cárcel.

El hecho debe ser saludado, porque Fujimori causó a Perú un daño inconmensurable en todos los terrenos: en lo económico, por ejemplo, formó parte de la primera generación de mandatarios neoliberales latinoamericanos –junto con Carlos Salinas, en México, y Carlos Menem, en Argentina–, y con la asistencia de Estados Unidos y del Fondo Monetario Internacional operó la violenta implantación en su país del llamado Consenso de Washington: congelación de salarios, liberación de precios, remate corrupto de propiedades estatales y desregulación generalizada, entre otras medidas que resultaron nocivas para la población.

Ser neoliberal no es delito, pero Fujimori resultó, además, un gobernante corrupto y un violador mayor de los derechos humanos. Con respecto a lo primero, ha de recordarse que desde antes de llegar a la presidencia de su país, en 1990, el político de origen japonés enfrentó acusaciones por fraudes en el sector inmobiliario y evasión de impuestos, cargos de los que salió avante gracias a que Vladimiro Montesinos, ya entonces su asesor, hizo desaparecer las pruebas de tales delitos. Con respecto a lo segundo, Fujimori encabezó un gobierno represor y torturador que perpetró varias masacres, entre ellas la de Barrios Altos y La Cantuta, además del desalojo sangriento de la embajada japonesa en Lima, tomada por un comando del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, cuyos miembros fueron ejecutados después de rendirse.

Por añadidura, Fujimori fue un férreo censor de los medios informativos, a cuyos directores corrompió o persiguió para impedir que contaran la verdad sobre lo que ocurría en esa nación. Su peor falta, sin embargo, es haber implantado un gobierno dictatorial luego de un asalto al Congreso (abril de 1992) y la suspensión de actividades del Poder Judicial, en lo que constituyó un golpe de Estado, al que siguió la redacción de una constitución a la medida y la integración de un cuerpo legislativo sumiso a su gobierno. A diferencia de los militares golpistas que ensangrentaron la región en los años 70 y 80 del siglo pasado, Fujimori llegó al poder por medio del sufragio y destruyó desde dentro las instituciones.

La ilegalidad, la corrupción y la inmoralidad de la presidencia fujimorista llegaron a ser tan escandalosas que, luego de dos relecciones, su titular huyó del país, y desde Tokio envió por fax su renuncia al cargo. Comenzó entonces una larga lucha por presentar al ex gobernante ante la justicia. Inopinadamente, Fujimori realizó un viaje a Chile –con sospechosa escala en Tijuana, México, en la que no fue detenido por el gobierno foxista pese a que existía un boletín de la Interpol que pedía su captura–, donde fue arrestado de inmediato.

Ahora llega –en calidad de procesado– a un Perú gobernado por su antecesor, Alan García, con lo cual se cierra un ciclo que no ha conducido al país andino a nada bueno. Fujimori fue electo por una sociedad harta de la corrupción y la ineficacia de García, quien fue considerado la opción menos mala en los comicios presidenciales del año pasado.

Cabe esperar ahora que los órganos judiciales peruanos sean capaces de actuar con apego a la legalidad y con profesionalismo, y que impartan justicia ante las graves violaciones a los derechos humanos y las trapacerías y corruptelas perpetradas por Alberto Fujimori. De actuar así, crearán un precedente saludable y necesario en América Latina.

 
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