Usted está aquí: domingo 23 de septiembre de 2007 Opinión La música y yo

Bárbara Jacobs

La música y yo

Para hija de admiradora de Grieg, mi relación con la música se estableció de manera pobre aunque deseosa, dentro y fuera de las pautas y los pentagramas. Supongo que en un principio, digamos 1955 o un poco antes, fue a través del ballet, cuando Charlotte Yazbek acompañaba al piano las instrucciones y los bastonazos de Javier Romero sobre las duelas, entre las barras y los espejos del salón con vista a la ovalada calle Ámsterdam en la colonia Condesa de la ciudad de México. Mazurcas, valses, nocturnos y preludios, conciertos, polonesas, sonatas y más sonatas de Chopin, sin duda, lo romántico y lo adecuado para un grupo de bailarinas principiantes, sensibles, pero en ayunas, ajenas a las vanguardias de un cuarto de siglo atrás que ya habían revolucionado tanto la danza como el acompañamiento musical en las clases de baile. “¡Fuera zapatillas!”, habría exigido Isadora Duncan de habernos visto; fuera mallas y payasitos. ¡Fuera muros! Bienvenidas las túnicas, bienvenidos el aire libre y los pies descalzos, pasos que di, ciertamente, sólo que después, en el entonces Ballet Nacional, detrás de Correos, en el Centro Histórico, discípula principalmente de Federico Castro, alguna vez de Luis Fandiño, modernizados por la técnica de Martha Graham y la música que podía ser la de Panderecki o la que Burt Bacharach compuso para la cinta Butch Cassidy and the Sundance Kid. Pero mi cuerpo quería desempautarse y despentagramizarse y buscó y encontró que la música que acompañaba más armoniosamente su descomposición de las formas, su desestructuración más rítmica, era la de Ray Charles, por ejemplo, o la de la brass band de Dave Van Ronk. Esto, por lo que hacía al movimiento que, en un momento dado, por causas conocidas y desconocidas, me vi primero forzada y orillada después a abandonar o detener.

Pero a través de la voz también me relacioné pronto con la música. En un coro infantil mexicano fui aguda al cantar napolitanamente Santa Lucía, o en uno canadiense desde Climb every mountain, por ejemplo, hasta el Ave María de Schubert, que además fue lo único que aprendí a tocar en piano y en casi un lustro de lecciones en las que me esforcé mientras no oí a Elvis Presley, cataclismo benéfico del que fui víctima feliz igualmente a temprana edad, y que marcó el momento en el que, para seguir musicalizada, cambié la voz por el oído, trueque que ha perdurado de entonces para acá. De Elvis, bueno, y de Janis Joplin, pasé a Chaliapin y a Corelli, y de ellos a un puñado de sopranos, de Maria Callas a Jessye Norman, de Angela Gheorghiu a Kiri Te Kanawa, con el que me quedé.

Así, la música y yo seguimos relacionadas sólo que en términos trastocados, respecto a la danza en el recuerdo, y en relación al canto con el oído. Fue cuando volvieron a sonar dentro de mí tanto los cantos gregorianos que de niña oía en el Monasterio Benedictino de Cuernavaca, como la locura de Bach que había conocido con algún tío, algún primo, algún hermano, con quienes además había escuchado vez tras vez El concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo; el Canon, de Pachelbel, y, entre todo Mozart y Beethoven, el Bolero, de Maurice Ravel.

Para mí fueron Bob Dylan y Leonard Cohen quienes, a partir de 1965, o un poco después, me indujeron a usar la cabeza y la vista para acrecentar mi contacto con la música, o a añadir el intelecto y los ojos a mi conocimiento y apreciación, pues al ser poetas que cantaban o músicos que componían y escribían poesía, ampliaron, digo, mi experiencia musical, no tanto al hacerme leer como al despertarme a oír la música de las palabras. Abrirían el camino a Erik Satie, que introdujo el humor en la melodía, o a Arvo Paart, que inventó la técnica tintinnabuli o de pequeñas campanas.

Sin embargo, al escribir estas líneas con un título que no habré sabido, ¡podido!, llenar, mi intención no era más que registrar que mi encuentro con De música y músicos, de Juan Vicente Melo, con el que hace honor a su nombre, no cayó en saco roto. ¿Por qué no se redita esta edición fuera de comercio, impresa en la ciudad de México por Imprenta Madero, quien la destinó exclusivamente a sus favorecedores y amigos, con motivo de las festividades de no sé cuál fin de año? Recoge cosas como ésta, de Alberta Hunter: “Cuando canto, camino de arriba abajo, retuerzo las manos y lloro, sí, camino de arriba abajo, retuerzo las manos y lloro, y siento que el alma se me va”, alma que a mí este precioso libro más bien me ha devuelto.

 
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