Usted está aquí: domingo 23 de septiembre de 2007 Opinión EU: reajustes electorales

Jorge Eduardo Navarrete

EU: reajustes electorales

Ampliar la imagen La actriz Dorothee Hartinger actúa ataviada con una máscara de George W. Bush en un ensayo de la obra teatral Vírgenes Negras, que se estrenó ayer en Viena, Austria La actriz Dorothee Hartinger actúa ataviada con una máscara de George W. Bush en un ensayo de la obra teatral Vírgenes Negras, que se estrenó ayer en Viena, Austria Foto: Reuters

Distantes aún, las elecciones presidenciales de Estados Unidos ofrecen el gran espectáculo, seguido sin pausa por los medios, de los hechos y dichos de los principales precandidatos de los dos partidos mayores y de algunos outsiders de nota, como Al Gore, quien en 2000 obtuvo la mayoría del voto ciudadano. Paul Krugman ha denunciado que esa exhibición, más que destacar, oculta las propuestas de fondo, en caso de que existan, al concentrar la atención en las banalidades de la imagen de los aspirantes. Lejos de los reflectores y relegada, por lo común, a las páginas interiores de los diarios, está ocurriendo otra batalla, que envuelve a las gobernaciones y legislaturas de los estados, a los organizadores electorales de los partidos y a gran número de activistas ciudadanos. En esta otra campaña se discuten, entre otras, las reformas al sistema electoral, el afán de adelantar la fecha de las elecciones primarias, la confiabilidad de los sistemas de votación electrónica y los conflictos de interés de las autoridades electorales en numerosos estados. Desde 2000, cuando menos, los estadunidenses perdieron la confianza en la integridad de su sistema electoral. El trauma de la primera elección de George W. Bush –decidida en y por la Corte Suprema y no por los votantes– está detrás de los variados intentos de introducir, con vistas a la elección de 2008 y casi a la hora nona, distintos reajustes electorales.

Uno puede ser determinante para el resultado y favorecer al candidato republicano. Todos los votos electorales de cada estado del país vecino, excepto Maine y Nebraska, se atribuyen al candidato que obtiene la mayoría del voto ciudadano en ese estado. Así, en 2004, los 55 votos electorales de California fueron para John Kerry, que encabezó la votación ahí. Se discute ahora un proyecto de inspiración republicana que distribuiría esos votos electorales en función de los resultados en cada distrito congresional. Con este procedimiento, en 2004 Bush habría obtenido 22 de los 55 votos electorales. Los proponentes alegan que desean que “cada voto cuente”, pero sólo en California. No han promovido iniciativas similares en los estados de mayoría republicana. Es triste que los demócratas hayan mordido el anzuelo y estén patrocinando un cambio similar en Carolina del Norte. Si un número suficiente de estados distribuye sus votos electorales por mayorías distritales, puede ampliarse la disparidad entre éstos y el voto ciudadano y se eleva el riesgo de que triunfe un candidato con un respaldo popular claramente minoritario.

Han surgido otras ideas. Siendo inviable enmendar la Constitución para establecer la elección directa, en varios estados se discute la adopción de leyes que obligarían a sus representantes en el Colegio Electoral a votar en favor de quien haya obtenido el mayor número de votos ciudadanos en todo el país, sin importar el resultado estatal. Si no menos de 11 estados aprueban esta iniciativa, se aseguraría la elección del candidato con mayor número de votos. Empero, algunos analistas temen que Estados Unidos no esté preparado para un avance de esta magnitud hacia la democracia.

En cuanto a organización electoral, el debate se concentra en el uso de máquinas electrónicas de votación. El historial de su empleo está plagado de quejas e irregularidades demostradas. Las decisiones sobre qué máquinas usar y qué requisitos deben satisfacer corresponden a las autoridades locales, incluso a nivel de los condados, por lo que es caótico el panorama del país en esta materia. Hay, sin embargo, una iniciativa de ley federal que obligaría a que las máquinas de votación produzcan una prueba impresa del voto emitido –que sea comprobada por el votante– y que, a su vez, serían contadas por muestreo o una por una. No es seguro que la ley Holt sea aprobada en tiempo para que se aplique en la próxima elección. El fantasma de Florida 2000 sigue rondando.

Y con las máquinas aparecen los conflictos de interés. Son frecuentes los casos de funcionarios electorales que transitan hacia posiciones ejecutivas en las empresas fabricantes de máquinas de votación y presionan para que se adquieran en el mayor número posible. Empero, el mayor conflicto de interés se da en el caso de funcionarios estatales con responsabilidades en la organización y control de las elecciones y que, al mismo tiempo, son candidatos o actúan como representantes de partidos políticos. Esta evidente irregularidad se ha manifestado desde hace decenios, sin que haya habido la voluntad política para eliminarla. Un analista cínico dijo –en expresión que Luis Carlos Ugalde suscribiría con ardor– que las malversaciones electorales tienden a anularse estadísticamente, por lo que son irrelevantes. Han contribuido en mucho, desde luego, a la creciente desconfianza de los electores.

Después de la experiencia de 2000 se dijo que Estados Unidos necesitaba un IFE. Quizá como el de entonces, pero desde luego no como el IFE de 2006.

 
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